Rufina tenía dos años y una sonrisa tan grande que parecía iluminar toda la casa. Cada noche, antes de dormir, se quedaba mirando la ventana, señalando el cielo oscuro. –Papá… yo quiero una estrella. —decía con su vocecita dulce. Él la miraba sorprendido, porque Rufina no pedía muñecas ni caramelos. Ella quería una estrella, brillante...
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