Clara era una niña que había tenido la suerte de ser adoptada antes del inicio de la Guerra de Irán-Irak, un conflicto bélico que causó enorme sufrimiento a la población de ambos bandos durante ocho largos años.
Un día como cualquier otro, Clara pensó que sería una buena idea hacer una visita al pueblo que contemplaba a diario desde la ventana de su cuarto.
Nunca había estado allí, aún viviendo en la colina de al lado y ese día quiso expandir su curiosidad bastante más de lo habitual y debido.
Se preparó el desayuno: Unas tostadas con mermelada de fresa y mantequilla, un poco de pan con aceite y un cuenquito de leche. Al terminar, preparó la comida a su mascota, Lewis. Lewis era un perro muy avispado: Solo cuando escuchaba el sonido de las llaves de la despensa donde se guardaba su comida se lanzaba al pasillo desde su guarida ladrando como un descosido.
Después del desayuno, Clara se vistió y bajó al salón del caserón rústico más bonito de los alrededores. Cuando llegó, se percató de la diferencia abismal de temperatura con la planta superior. No estaba encendido el hogar, lo cual resultaba bastante extraño, ya que su padrastro, Miguel, solía encenderlo los meses de invierno para ahorrar en calefacción. Sin embargo, no le concedió importancia y salió a la aventura. Sería el primer y último viaje que jamás haría más allá de la valla norte de la casa de su amigo Héctor.
El camino se lo habían mostrado alguna vez y una de esas veces había sido hacía una semana: “Mira Clara, el otro día estuve con el cura en el pueblo, y me habló de lo bien que se traza el camino a nuestra aldea hoy en día…porque si tú supieras cómo tenían que apañárselas hace 100 años… ninguno de nosotros habría venido a vivir aquí.”—le dijo su amigo Héctor. “Oye, y por qué no me enseñas como se desciende por la ladera?”—le preguntó Clara.
Aquel día en el que Clara preguntó a su amigo por la forma más cómoda de descender a Holter fue el día en el que debió arrepentirse de haberlo hecho.
“¡Claro! Si quieres el lunes que viene por la mañana te enseño la ruta que suelo hacer con mi padre”
Quedaron en la esquina de siempre, en el rincón de las luces tintineantes, en el lugar más bonito de la aldea de la colina, cuando a partir de medianoche se reunía allí toda la cuadrilla.
Aquella mañana era 23 de Diciembre de 1990 y Héctor esperaba en un banco adosado a la casa más tétrica de la aldea. Esta casa hacía de la callejuela un lugar tan glamuroso como tenebroso. La escena era similar a la de una película de terror antes de que sucediera la tragedia.
Clara había salido de su casa más arreglada que nunca. Se había puesto unos coloretes que causaron tal impresión a su amigo que olvidó por un momento las condiciones que conlleva la amistad. “¡Héctor! ¡Vámonos, que vengo llena de energía!”—dijo Clara.
“Cuando quieras, mademoiselle, sígueme”—le contestó su… hasta ahora, mejor amigo.
La aldea tenía cuatro calles, por lo que no era difícil dejarla atrás y encontrar un camino, aunque no fuera el indicado.
Giraron desde la esquina norte hacia la derecha para llegar a parar a la calle Majadero. Al final de esta calle se vislumbraban unos robles de al menos 100 años que dejaban entrever un mosaico de piedras planas con forma cuadrangular. Esto indicaba que se trataba de un camino antiguo, de los que ya no se reparan rellenando las grietas con gravilla para facilitar la circulación. Al llegar a los robustos robles, Héctor percibió un cambio en el ambiente. Era un aroma inusual que acaparaba el ambiente, ya que quedaba fuera de rango habitable.
Ambos acordaron dirigirse hacia este perfume que recordaba a galletas recién hechas. Giraron en cuanto vieron un sendero estrecho que apuntaba hacia su destino. El olor iba intensificándose hasta que llegó un momento en el que pareciera que hubiera una pastelería en lugar de bosque.
Asombrados por la soledad de la explanada a la que habían llegado, se sentaron en un césped repleto de hinojo, hipérico, diente de león y amapolas.
Héctor era un muchacho de unos 16 años y el mayor del grupo tanto para lo bueno de tener poca experiencia a esas edades y para lo malo de la curiosidad, algo más inusitada para su edad. Este miró a su alrededor y vio que no estaban solos. Una chimenea se asomaba tras unos cipreses que delimitaban el sendero más amplio de la zona.
Clara estaba asustada, ya que nunca había salido de la aldea. Era una niña de 14 años que todavía no tenía mucha experiencia en la vida.
¡Es el panadero del pueblo!—gritó Héctor.
Fyodor era un checoslovaco comunista que había huido de su país por ideas contrarias a la política capitalista que iba a terminar de implantar la “Revolución de Terciopelo”. Era un hombre bien fornido que acostumbraba a madrugar para repartir el pan por Holter, pero nunca salía de casa por las tardes. Aquella tarde iba montado en un carromato tirado por un caballo que incluía un horno para pasteles en la parte posterior.
Ascendía la colina hacia la pequeña aldea sin nombre, algo raro en una persona cuya única preocupación en la vida era el saldo de su cuenta corriente.
“¡Hombre Fyodor! ¿Qué haces tú por aquí?”—inquirió Héctor con voz demasiado grave para su edad, posiblemente queriendo disimular los cambios naturales propios de un hombre en la pubertad.
“Voy a casa de Marta que me ha pedido que le recogiera unos pasteles para su sobrino pequeño, Luis, que quiere abrir una pastelería en su casa”
Luis tenía 15 años y era «la sorpresa» de la cuadrilla. Podía crear una máquina revolucionaria, del nivel del motor o la radio, y que no se enteraran ni sus propios padres.
“¡Impresionante! ¡Ni nos lo había mencionado! Charlaremos con él a la vuelta”—respondieron con la voz entrecortada de la emoción que aquello suponía en mentes ingenuas.
Regresaron por el camino que les había llevado hasta el carro de Fyodor y descendieron hasta llegar a una zona escarpada desde la que se veía el pueblo.
Holter era un municipio de unas doscientas personas, en donde se conocía todo el mundo, aunque de la alegría que desbordaba no importaba cuán familiar resultara el vecino. Lo desagradable de tal alegría es que esta desaparecía nada más dar la vuelta a la esquina.
Desde el alto al que habían llegado, Clara empezaba a temblar de la ilusión por conocer algo nuevo y evadirse, aunque solo fuera durante unas pocas horas, de su monótona vida de hija única acompañada la mayor parte del día por Lewis.
Continuaron durante unas curvas y llegaron a un claro donde yacía un caballo de color gris claro con la crin de color negro. Era la yegua de Clara, Juna, que moría a causa de una hemorragia por herida de bala en el costado.
Héctor, que lo reconoció desde el principio, no dudó en gritar el nombre de Fyodor con la esperanza de que pudiera ayudarles a encontrar al responsable de la cruel hazaña.
Acudió rápidamente al no haber pasado mucho tiempo desde que le vieron pasar con su carromato. Fyodor era cazador y reconoció por el ángulo de la herida que no había sido intencionada.
Los padres de Clara no estaban en casa, ya que trabajaban de carniceros en el pueblo de al lado, así que no podían informarles de la desgracia.
Tuvieron que abortar la excursión y emprender el camino a casa.
Una vez en casa, Clara se encontraría con lo que nadie esperaría en su vida. Habían sido víctimas de un robo monumental. Pero lo extraño era que al caballo lo hubieran matado, ya que un animal no tiene retentiva como para delatar a unos criminales.
Aguardaron varias horas en casa hasta que llegó la policía. Dijeron que no había rastro del típico ladrón. Era un robo atípico y los padres de Clara no estaban en el pueblo.
Esa noche no llegaron a casa y para una niña de 14 años sin ningún otro apoyo familiar, un robo y la desaparición de sus padres suponía un trauma irreparable.
Fue varios días después, cuando Fyodor, que actuaba ya como tutor legal de Clara, dio cuentas del proceso fiscal al que estaban enfrentados sus padres: debían a Hacienda 1.000 euros. De todas formas, esto no podía bastar para justificar la muerte de Juna y la desaparición de Miguel y Begoña.
El miedo de una niña a quedarse sin padres quiso poder más con el inmenso vacío que esto suponía.
Una semana después, Clara decidió acudir a la cervecería de Holter, el lugar más transitado del pueblo. Allí, esperaba a un hombre que pocos días antes se había presentado en su casa alegando ser uno de los mejores amigos de sus padres. Este le había advertido que no podría ir acompañada, ya que él era un detective que trabajaba en la sombra para que sus clientes se sintieran lo más cómodos posible. Clara era una chica inteligente y había escuchado cientos de veces hablar a su madre sobre las precauciones que debía tomar al tratar con personas ajenas.
Lo que su madre no sabía es que los héroes de todos los cuentos son tan misteriosos e impredecibles como el detective Funo.
Funo era un hombre moreno y alto que aparentaba más edad de la que realmente tenía debido al aspecto extravagante que le concedía su gabardina aterciopelada junto a la pajarita anticuada que caía sobre una camisa a cuadros de los años 80’.
Se sentaron en una mesa alejada de la multitud, aunque en el interior del restaurante. Esto tranquilizaba a Clara, ya que en caso de hallarse en peligro no tendría más que gritar y sería socorrida por cualquiera de los presentes.
La conversación en un principio le resultó un tanto chocante, pero la condición de que ella hablaba con un detective privado, se había impuesto. Funo estaba muy interesado en conocer las profesiones de los padres de los amigos de su cuadrilla.
Las preguntas, aunque indirectas, contaba Clara, “eran del estilo…Los padres de tu amigo Héctor, el que cualquier día viste de gala, ¿no se dedicarán al sector de la carnicería? ” Y luego, como con los demás comentarios acerca de sus amigos, acababa argumentando: “Es que hay que dejar los cabos bien atados porque lo más común es que en una desaparición fortuita, como la de tus padres, haya en el núcleo un malentendido laboral”
Funo le convencía cada vez más de sus habilidades mostrándole casos en los que había resultado heroico, aunque únicamente hubieran sucedido en su mente.
Contaba que una vez consiguió que unos ladrones entregaran todo su botín haciéndose pasar por su jefe; que otra vez advirtió de un posible desfalco por parte de una multinacional con sede en España; que una vez se hizo pasar por el jefe de un banco con cuentas en Suiza e incautó varios millones con destino a empresas fantasma…
Todo esto tenían algo en común: Eran asaltos a la economía, a la Hacienda Tributaria.
“Y como ya sabrás, Sara, estas preguntas que hacía Funo sobre las profesiones de los padres de los amigos de tu hermana, no las hacía más que para encontrar otro posible delito económico”—le dije esperando alguna pregunta sobre el por qué del nivel de espionaje al que había llegado Funo.
Sara se quedó en blanco porque no sabía la razón por la cual yo, un jubilado de 80 años agotado de tanto trabajar, le contaba esta historia. Entonces, me levanté de la silla, y aunque me vine demasiado arriba para estar hablando con mi nieta de 17 años, le dije de forma potente y ruda, sin vacilar un solo momento: “Yo soy Funo”.
Sabed que os perseguiré y aumentaré mis ansias de captura cuanto menor sea vuestra capacidad de respuesta.
Firmado: Funo, alias “Fyodor” o “el perro del hortelano”—Inspector de Hacienda del Estado español.
-DN
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