«¿Se han preguntado alguna vez que debió de sentir la magdalena cuando vió que el cupcake le arrebataba la popularidad de la que había gozado durante siglos? ¿Han sido ustedes alguna vez la magdalena de alguien?»
Éstas fueron exactamente las tres líneas que hicieron que mi hermana me arrastrara con ella de vuelta a Puente la Reina, nuestro pueblo natal. Las leyó por un descuido mío, en ésos días en que las latas de cerveza vacías compartían mesa con las tazas de café a medio beber, los restos de comida rápida a domicilio y los ceniceros rebosantes de colillas, yo me dedicaba a vomitar penosamente sentimientos sobre cualquier retazo de papel que encontraba por casa. Un escenario de desorden postadolescente para un treintañero con calvície incipiente al que los años ya empezaban a acumularsele en el rabillo del ojo.
Para ponerles en situación, les diré que todo se reduce en el fondo a lo que se reduce casi todo en ésta vida; una historia de amor.
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Aquel otoño de 2012 que había empezado frío y lluvioso traería a la puerta de la pastelería familiar que regentábamos tan orgullosamente desde hacía tres generaciones a Carmela. Ella era una peregrina de camino a Santiago de Compostela, de ésas que fotografian más que disfrutan las etapas de un viaje que es más influencer que espiritual para muchas personas. Yo, que solía ocultar mi timidez dentro del obrador y había crecido entre amaneceres de azúcar, harina y huevo, con el olor sencillo del pan recién hecho, al principio apenas podía sostenerle la mirada. Nos conocimos por mi hermana, quien atendía en el mostrador de la pastelería y era en cuanto a carácter lo opuesto a mí. Carmela y sus amigas alargaron su estancia en el pueblo debido al mal tiempo, y para cuando pudieron reemprender su viaje habían transcurrido cinco días que cambiaron mi vida. Los besos que saben a despedida desde el primer momento son la peor droga que uno puede probar. Dos meses después, tras innumerables llamadas, mensajes, y un par de viajes a Barcelona, di el paso de mudarme con ella.
Si alguien hubiera pintado el momento en el cual comuniqué a mis padres mi decisión de marcharme el resultado hubiera sido un cuadro parecido al Guernika. Podía leer la decepción y la consternación en sus ojos. ¿A que tipo de idiota idealista habían educado? ¿30 años y prefería perseguir una suerte de futuro infantiloide al estable y garantizado que otorgaba nuestra herencia? Tan solo Idoia, que a duras penas contenía las lágrimas en pos de su amor propio y su papel de hermana mayor, alcanzó a decir; «Las locuras sólo merecen la pena hacerlas cuando se hacen por amor.» Y sin saberlo, aquellas palabras que dolían más que los reproches paternales, por la certeza que entrañaban, me acompañarían durante varios años en que la locura se mostró tan embriagadora como desgarradora fué al final.
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«Lo complicado de la felicidad es su sencillez. Quizás por eso forzamos el ángulo del beso para que se vea bien en la foto, en lugar de limitarnos a saborearlo. » Escribir esto en el reverso de una foto que nos tomamos en los búnkers de Barcelona me costó nuestra primera discusión seria.
Llevábamos dos años, en los cuales pese a que todo parecía funcionar yo me sentía la pieza del puzle que fuerzan para que encaje. Amar a Carmela, pese a todo, resultaba mucho más sencillo que amar mi nueva vida. La historia increíble de como el muchacho de pueblo lo había dejado todo por amor y había dado el salto a la vida en la gran ciudad me granjeó una simpatía casi compasiva por parte de sus amistades. Ellos, que gastaban su tiempo entre festivales de música alternativos, cervezas de importación y cafés aguados pagados a precios abusivos, no entendían la necesidad que tiene un corazón del siglo XXI de complicarse con romances pasados de moda. Y pese a que siempre tuvieron la deferencia de no decirlo abiertamente, podía sentir el trasfondo de la idea planear sobre muchas de nuestras tertulias.
El tiempo empezó a discurrir entre los horarios, las facturas y nuestros trabajos. Yo olvidando el respeto y el amor por mi oficio en pos de la competición más tóxica con mis compañeros de trabajo para sumar méritos a ojos de un chef con más ego que talento. Ella, haciendo malabarismos laborales, alternando la realidad de trabajos que no la llenaban con los sueños de desempolvar su licenciatura en audiovisuales y poder vivir de ello. Entre medio nuestros rostros enmarcados en fotos acompañados de almibaradas frases extraídas de libros que ni siquiera leíamos.
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Después de seis años, Barcelona había logrado embrujarme. Ya sólo echaba de menos el frescor del valle de Valdizarbe, donde se encontraba Puente la Reina, durante un par de semanas al volver de allí de viaje. Fue poco tiempo antes de nuestra ruptura cuando comencé a abrir los ojos a la realidad de que las caricias que antes mitigaban mi nostalgia habían desaparecido tan distraídamente como mi interés por ellas. La espiral de dudas que me atrapó luego me llevó tan abajo que en nada me ví rastreando vulgarmente el reguero de likes y comentarios que conducían a una serie de sospechos potenciales. Alguien que mostraba demasiada simpatía o cortesía, alguien que no perdía ocasión de alabarla, alguien que danzaba en mi mente alternando rostros sin saber cual ponerle, arrebatándome una atención que en algún punto se había desviado de mi, tan dolorosa como comprensiblemente.
Entre medio nuestra aspiraciones profesionales fallidas, los intentos de convertirnos el uno para el otro en héroes, sin saber que la mayor heroicidad es ser tan solo quien uno es, sin remordimientos, disculpas ni reencores. Para que el amor perdure debe de ser incondicional, y esa es la parte más difícil de todas.
Me dejó un día al volver del trabajo. Las maletas hechas, el taxi en la puerta y un adiós como recibimiento. Los reproches, si es que los había, se quedaron en sus ojos. Y mientras la tristeza se deslizaba por sus mejillas hubo una explicación que no quería aunque necesitaba, hubo un nombre al que pude ponerle rostro, aunque eso ya era lo de menos, y también unas disculpas que no tenía porqué dar, pero que de una manera absurda almenos ofrecían un mínimo consuelo. Nos abrazamos, y aunque era ella quien lloraba, yo sentí que las piernas se me convertían en una gelatina incapaz de sostener mi peso. Cuando cerró la puerta cedí a la gravedad y me desplomé llorando en el sofá. Lo demás, ya lo saben; latas de cerveza vacías, tazas de café a medio beber, envases de comida rápida a domicilio, ceniceros rebosantes de colillas y retazos de papel que creía que nadie leería jamás.
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«Resulta increible como el ser humano se acostumbra a las circunstancias hasta casi ni percibirlas en su forma real.» Ésta fue la primera linea que escribí a mi regreso a Puente la Reina. Lo que me había inspirado la frase era la belleza, tan pura y sencilla de mi hogar natal.
Cuando uno supera un periodo de oscuridad los colores parecen adquirir un mayor brillo, una mayor intensidad. Tras unos meses tan perdido como cualquiera a quien de verdad le hayan partido el corazón, mi hermana fue un soplo de aire fresco. En su tozudez encontré la fuerza, y en su insistencia mis ganas por recuperarme a mi mismo. En mi vuelta a casa hallé tanto amor como tranquilidad. Ahora, desde el obrador en el que mis amaneceres vuelven a ser tan dulces como los de antes aunque ella ya no esté conmigo, sé que cada uno tiene su camino. Hay amores peregrinos, y peregrinos que se enamoran aún más que del destino del propio camino, y supongo que ésa es la clave. Que salga bien o salga mal, la vida está para vivirla, y si el final es el mismo para todos, disfrutemos lo que hay en medio, sin más drama que el necesario y con el amor como el mayor y mejor de todos nuestros excesos.
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