Tan pronto como sonaba el despertador, Antonio se despertaba de un brinco dispuesto a encarar una jornada llena de grandes esperanzas. La misma rutina se repetía desde hacía poco tiempo, aunque a él le parecieran más de cien años de soledad. Tras un copioso desayuno en el que, obedeciéndole dócilmente, solo se privaba de la sal, salía de casa con su vieja boina. No fueron pocas las discusiones que tuvieron cada vez que ella intentaba deshacerse de ese trapo mientras él insistía en conservarlo ya que, por algo, le llamaban el príncipe. Para Carmen, sin embargo, era la personificación del idiota. Torpemente, se montaba en el autobús que habría de llevarle a la biblioteca municipal. Se trataba de un lugar que ya nadie frecuentaba ni se preocupaba en cuidar. El silencio y la desidia habían sustituido al ruido y la furia. Para Antonio, sin embargo, era su isla del tesoro particular. Repetía los mismos pasos como si de un ritual se tratara. Pasillo a pasillo, escrudiñaba todas las estanterías y sonreía silenciosamente cada vez que identificaba alguno de los libros que tantas veces habían compartido. Allí había conocido a Carmen hacía ya más años de los que podía recordar. Sucedió en otoño, cuando la excusa de unos exámenes le empujó por primera vez a adentrarse entre aquellas paredes con la curiosidad propia del extranjero. Cigarro tras cigarro, fueron encontrando temas sobre los que interrogarse, aunque la inteligencia de Carmen le acabó desarmando. Con el desparpajo propio de los miserables, confesó que no conocía la mitad los libros de los que le estaba hablando. Que siempre los había evitado y que nunca había leído por deseo, sino por obligación. Soberano crimen merecía un castigo así que Carmen le hizo una propuesta. Ella le descubriría lo que ocultaban aquellas estanterías a cambio de que él regresara cada semana. Y así transcurrieron los meses. Entre páginas y capítulos. Entre autores cuyo nombre no había oído y personajes que nunca habría imaginado. Juntos subieron a la montaña mágica, con el deseo de que aquello fuera un viaje indefinido sin fecha de vuelta. Aprendieron a persuadirse con descaro mientras buscaban algún escándalo en Belgravia. Con el caballero de Olmedo se trasladaron a una época en la que el amor parecía algo imposible, mero instrumento de un destino ya sentenciado. Por la ciudad se paseaban orgullosos dejándose llevar por la idea de que suave es la noche y convencidos de que siempre sabrían encontrarse buscando las luces de Bohemia. Rastreaban cualquier novedad con la voracidad de los detectives salvajes. La ridícula falta de sentido del ridículo de Antonio convertía cada cita en una divina comedia. La biblioteca dio paso a una casa común, una familia y a más libros que descubrir. Ahora los lectores eran otros. Pequeños e impacientes, unos santos inocentes. Alternaban las estanterías con fieras peleas en el castillo, magistrales conciertos al son del tambor de hojalata o majestuosas recepciones en la casa de muñecas. Los capítulos de la vida se fueron escribiendo. La comedia se entremezcló con el drama. El esperpento con el realismo. El misterio con el terror. Personajes nuevos se hacían notar mientras que otros pasaban a ser añorados. Páginas y páginas se fueron sucediendo hasta que un final abrupto quiso llevarse a Carmen tras un doloroso desenlace. Desde entonces, Antonio se había propuesto una cosa: reescribir la historia de sus encuentros entre libros evitando así que acabara su corazón en las tinieblas. Traer de vuelta el mundo de ayer. Por eso no había día que no volviese a aquella biblioteca. Su estado era lamentable y la afluencia cada vez peor, pero seguía en pie y aquello era suficiente para volver cada día en busca del tiempo perdido. Una mañana se encontró la biblioteca vacía, estampa propia de una casa desolada. Atónito ante ese esperpento, interrogó a la bibliotecaria quien le confirmó la tragedia. El nuevo alcalde deseaba ver todos los libros en pantalla así que era hora de al papel jubilar. Era la crónica de una muerte anunciada. El edificio tenía los días contados y ni siquiera le dejaban llevarse algún ejemplar pues eran libros a desahuciar y se decidió que más bien se habrían de reciclar. El pánico se adueñó de Antonio quien vagó por la ciudad en búsqueda de algún sitio en el que sanar. Ninguna librería le parecía completa. A los grandes almacenes no quería ni entrar. Cambiar de biblioteca sería traicionar y del libro electrónico no quería ni hablar. Desconcertado tras la singular odisea, volvió a su casa asaltado por la confusión de los sentimientos. Sentía que Carmen se le escapaba por segunda vez y que no podía evitarlo. Optó por desobedecerle y volver a usar aquel cacharro que tanto dinero y excusas le habían costado. Retirado el polvo y ajustadas las piezas se sentó frente a la máquina de escribir. Convencido de que su vida junto a Carmen no se podía entender sin libros, se aventuró a escribir su propia novela ejemplar. Sin embargo, las ideas apenas circulaban y la imaginación se quedaba en pobres comienzos que no tenían final. En palabras vacías a las que faltaba sentido y sensibilidad. Habiendo fracasado ante tamaña utopía, decidió abandonar la empresa hasta que, para orgullo de Carmen, se puso a pensar por primera vez en su vida. Entonces, cayó en la cuenta de que si aquellos libros releídos tenían sentido no era por lo que contaban, sino por lo que sentía al leerlos junto a quien mejor le comprendía. El relato ya lo tenía y ahora solo quedaba darle forma. Antonio pasó mil y una noches recordando tantas conversiones en la catedral. Describió con detalle todas las experiencias que había compartido con Carmen. Lloró de risa o de emoción ante cada episodio. Retorció su pobre memoria para añadir nuevas páginas y buscó rimas y leyendas con las que enriquecer sus disparates. Antonio murió una noche mientras dormía con un libro inacabado pero convencido de que encontraría el final que necesitaba en otro lugar, al lado del personaje que siempre había protagonizado sus páginas.
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