¿Cuáles crees que son las diferencias entre los animales y nosotros los humanos?
A simple vista parece haber una infinidad de ellas. Sin embargo, a veces la línea que separa su comportamiento y el nuestro es muy delgada, muy difusa…
Desde siempre, he sentido fascinación por las fábulas, herencia de oriente y perfeccionadas por Jean de La Fontaine. Las fábulas poseen la magia de poder trasladarte a la infancia de nuevo, habitadas por animales como protagonistas, que se comunican y razonan como nosotros, regalando una moraleja al final. Sí, visualizo a aquel niño mimado de ojos brillantes y pecas graciosas.
Permíteme ponerte en contexto:
Imagina pues, que llegan a tu memoria los recuerdos del verano: los dedos fríos de tu tía pellizcándote los mofletes o el olor a protector solar que te ponía tu abuela en la espalda, mientras advertía de los peligros de meterte en el agua sin haber hecho la digestión. Reminiscencia de sentir la arena negra en tus pies mientras jugabas con tus primos o el retrato del cabello oscuro tornándose rubio. Aunque, sobre todo, recuerdas a Papá con sus gafas de culo de botella y su pelo largo, apurando un gran trago de cerveza para eructar el alfabeto completo después. Podía hacer eso, era desternillante para vosotros los más pequeños. Además, Papá transmitía la capacidad única de contemplar cada día desde la expectativa de la brisa del mar, tan sanadora y refrescante.
Vuestra relación se estrechaba aquellas tardes en la plaza España cuando te regalaba veinticinco céntimos de las antiguas pesetas —corre a comprar golosinas— te decía. Sin embargo, tú, de camino al quiosco, te quedaste observando a un señor de rasgos asiáticos y con las piernas amputadas que se hallaba sentado en un trozo de cartón en el suelo de la avenida, pidiendo algo que llevarse a la boca. Instintivamente le ofreciste todo tu dinero. Papá, quien no andaba muy lejos, se acercó y le entregó un billete de mil pesetas tras una expresión de respeto. A ti, en cambio, te dedicó una mirada de cariño y apoyó su mano en tu hombro como muestra de aprobación.
—¿Qué le pasó al señor, Papá? — le preguntaste. No obtuviste respuesta. Esa misma noche, Papá dormía contigo, te acarició el pelo para que te quedaras dormido mientras escuchabas salmodiar la canción I wanna love you de Bob Marley. Adoraba esa canción.
Lo cierto es que Papá, poseía una remarcable sensibilidad hacia los factores externos, dotándole del don de despavesar la opacidad en aspectos de la vida con anécdotas de su infancia o moralejas que tú mismo debías descubrir. Así pues, cuando te caías con la bicicleta, no te levantaba, sino que te animaba a levantarte y a que dejaras de llorar. Su pasatiempo favorito era mostrar con orgullo el recaudo de cicatrices en sus extremidades, todas ellas relacionadas con eventos interesantes del pasado que compartía contigo.
Sí, esa sensibilidad de cerveza en mano y tabaco negro se hacía eco en las petunias de su jardín, o en los animales que alimentaba en la granja donde era peón.
En este punto, cabría destacar su respeto por el reino animal. Grabado está en tu memoria aquel cerdo negro que bautizó como “Napoleón” que, como si de un perro se tratara, le perseguía en busca de muestras de cariño. Napoleón, según Papá, era el dictador de la granja que tan solo quería confraternizar con la mano opresora. Solía reírse mientras esbozaba eso y atizaba el lomo del “pezuñas” con afecto. Disfrutaban tanto de su compañía el uno del otro que, a veces, Napoleón se quedaba dormido a su lado durante las siestas de Papá dentro del chiquero.
Imagina que te diste cuenta tarde de que aquella historia «Orwelliana» pretendía despertar cierta ideología en ti, ya que, por contradictorio que pudiera parecer, Papá era un revolucionario avisado que deseaba que los animales, y nosotros también, obtuviéramos la libertad completa. Todo esto sin olvidar el disfrute, naturalmente, cuando te decía aquello de Si el hombre no vino a esta tierra a tomar vino ¿a qué coño vino?
Así pues, abandonó su puesto en la granja, para no ser partícipe del maltrato animal. Aunque sospechas que ocurrió el mismo día que oyó a Napoleón gritar, cuando le llegó su hora por la mano opresora.
¿Habéis oído a un cerdo gritar alguna vez cuando está siendo amenazado? A Papá se le ponía la carne de gallina al recordarlo. Sí, es cierto, estaba planificado así desde el principio, a todo cerdo le llega su San Martín ¿no? No obstante, Papá fantaseaba con la idea de la Rebelión en la granja y que el “pezuñas chaquetero” se salvara.
Una tarde de abril, tu hermano y tú se hicieron con la escopeta de balines del abuelo, para vuestros juegos. Te sentías poderoso con el arma apuntando a las lagartijas que emergían de las rocas a tomar el sol, aunque no conseguías darle a ninguna.
De pronto, algo llamó tu atención. El cloqueo de una de las gallinas del vecino que había saltado el muro. Paseaba esta, por el patio ajena a todo peligro, mientras picoteaba el suelo sin sentido. Así que a tu hermano y a ti se les ocurrió la genial idea de asustarla con un disparo. Entonces, apuntaste con cuidado cerca de ella, y tras un instante, apretaste el gatillo.
Ignorabas que la culata de la vieja escopeta de tu abuelo, no estaba prensada con el cañón, por eso no atinabas con ninguna lagartija anteriormente. Así que el balín golpeó de lleno a la cabeza de la pobre ave.
Tu hermano y tú os pasasteis el arma el uno al otro, mientras veías agonizar a la gallina que abría la boca repetidamente, amago para respirar, hasta que observaste aterrorizado como se le cerraron los ojos.
Lo siguiente fue ver al vecino golpeando la puerta de la casa de tu abuelo hecho una furia, despotricando y exigiendo una compensación por la perdida. Aunque lo peor fue ver como los ojos de tu padre se posaron en ti, vestidos de una profunda decepción. Más tarde, te agarró fuerte del brazo y te miró fijamente a la cara.
— ¿Qué diferencias hay entre los animales y los humanos? — te preguntó. No respondiste. — Una de ellas es que ningún animal acaba con otra vida por diversión.
Tras un incómodo silencio, el vecino se apiadó de ti al verte sollozando empapado en lágrimas, mientras implorabas perdón por el asesinato en tercer grado.
—Bueno, bueno… cálmate muchacho, es solo una gallina. — dijo para tranquilizarte. Sin embargo, para tu padre era más que eso.
Pronto te trasladarías a la ciudad, ya que Papá comenzaba a trabajar en la construcción. En aquel preciso momento, seguías siendo un niño que recogía flores en el campo y las regalaba. Sí, este parte de tu personalidad despertaba las mofas constantes de tus amigos, los machotes de barrio. No obstante, Papá, cuando te hallaba cabizbajo, no sustentaba tu victimismo, más bien ponía los dedos en la barbilla para que levantarás cabeza y decía Las flores no están hechas para los cerdos. Adaptación de un evangelio, que, como muchos otros, no entendiste.
Así que te resarciste a ti mismo, usando tu sensibilidad de manera productiva. Te entregaste a la creatividad que solo los niños poseen, la misma que de adultos nos empeñamos en destruir. La canalizaste en la escritura, y la contemplación de la naturaleza te sirvió de inspiración para escribir fábulas habitadas por criaturas de fantasía.
Entonces, entregaste tu primer manuscrito y obtuviste un premio de escritura creativa infantil a nivel autonómico. Así que tu papá te regaló una máquina de escribir vieja y te dijo que estaba muy orgulloso de ti. Nunca habías sido tan dichoso en tu vida.
Fue cuando llegó la adolescencia y con ella las depresiones por no poder entender el lenguaje de divorcios, ni custodias, ni de visitas programadas. Tras ello, decidiste firmar el contrato con el hedonismo vacío de esta sociedad.
Y fugazmente pasó la vida, sin manual ni aviso, convirtiéndote en ególatra, siempre sumergido en tus problemas ¿Cómo salir de un trabajo que odias o recomponer un corazón roto? Te revolcaste en el consumismo y dejaste que el capitalismo te acunara. Hipotecaste tu vida y tu autoestima en sueños que se publicitaban en la televisión, posponiendo así, lo que realmente importaba, como pasar tiempo con tus seres queridos.
Alcanzaste el cénit que te dio cierta ilusión de poder controlar la vida, pero ¿fue real?
Así que terminaste tus estudios, cambiaste de trabajo muchas veces, de relaciones sentimentales y de amigos. Todo esto con la misma sinfonía de fondo: corrupción, divisiones políticas, calentamiento global.
Ya no eras un niño, y el mundo a tu alrededor empezaba a no tener sentido. Te sentiste engañado y utilizado. Papá, en este punto de la historia te mandó un mensaje de texto anunciando que se quedó en paro, pero que no te preocuparas, él se las apaña, tan solo tenía ganas de saber de ti. Tú le respondiste con otro mensaje de texto frío y distante, asegurándole que ya lo visitarás.
Tras esto, enviaste mensajes en un intervalo de dos meses, a veces más, porque estabas muy ocupado jugando a la play y fumando porros. Sin previo aviso, las canas te recordaron a él y te repetiste hasta la saciedad : Tengo que visitarle, ha pasado más de un año.
Entonces, una mañana de invierno te llamó tu hermano —Papa ha muerto, fue de repente, le estalló la vena aorta —. Te quedas callado. El silencio toma partido.
Ha pasado un mes, caminas por la calle, pensando que no has podido ni tan siquiera ir a su funeral por ese trabajo que obtuviste en el extranjero. Tal es la culpabilidad que el sonido de fondo es inteligible, ¿de qué coño hablan?, no te interesa.
La casa está envuelta en un profundo silencio, miras a tu alrededor, luego al techo. Sólo se escucha al tranvía circulando por el raíl. Te percatas adormecido de un ruido en el suelo, algo de metal que golpea, es la cuchara dentro de un yogur caducado que está lamiendo el gato. La dejaste tirada ahí, eres un cerdo.
Hablando de eso: están echando un documental en la tele acerca de las granjas, sobre el cuidado de los cerdos. Mientras lo ves, te apena pensar que estas criaturas son condenadas por la mano opresora a disfrutar de una vida dónde se les extirpa su necesidad de explorar, de utilizar esos hocicos para descubrir, de vivir en plena naturaleza. Todo esto lo piensas mientras te comes un bocadillo de jamón ibérico.
Ya no te inspira nada, ni te quedas observando las flores como lo hacías de niño. No lees, no escribes. Te pasas horas mirando como tus “amigos” se ningunean unos a otros en Facebook y mienten sobre lo felices que son.
Te toca reflexionar sobre ti mismo. Encuentras que has perdido la capacidad de escudriñar la belleza, de conmoverte, de respirar el aroma del campo o de volverte a enamorar. Solo queda follar con alguien desconocido del Tinder, alguien con el mismo vacío que tú, porque, aunque lo pensabas, no eres el único. Te drogas, bebes alcohol hasta que vomitas. Estás cansado.
No te esfuerzas, tu vida no es una fábula nunca más, y por tanto, no hay moraleja que sirva.
Te acuestas en la cama y abrazas a la almohada que apesta a humo de tabaco. Rendido en la soledad de tus sábanas sucias, aparece de nuevo el recuerdo de tu padre, acariciándote el pelo y tarareando la canción I wanna love you de Bob Marley para que te quedes dormido. El silencio en la oscuridad te ayuda a escucharla, echas de menos volver a ser un niño de nuevo…. y no en lo que te has convertido.
En este punto de la vida solo comes, cagas, duermes y vives encerrado guiado por la mano opresora para pagar las facturas. A estas alturas, te preguntas ¿Qué diferencia hay entre los cerdos y tú? Has perdido la capacidad de cautivarte con las flores del campo…. ¡Ah! Las flores no están hechas para los cerdos… ¡ahora ya lo entendí!
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