De un día para otro, el mundo entero dejó de importarle. Era como si una mosca se le hubiera metido dentro del oído. Hiciera lo que hiciera, el zumbido seguía igual de potente en su cabeza. Tampoco servía de nada intentar salir a la calle porque, cada vez que cruzaba la puerta de su piso, el ruido se hacía más potente, desaconsejando cualquier maniobra fuera de las cuatro paredes de su hogar. Dentro, las cosas tampoco marchaban mejor.
En una de sus peleas rutinarias por desinfectar todo el piso y deshacerse de cualquier insecto que lo haya podido invadir, pasó lo que jamás habría imaginado. Al molesto ruidito de siempre se le unió un picor de ojos y dificultades para respirar. De pronto vio como todo se llenaba de un denso humo blanco. Se estaba ahogando. Marcos se sentía cada vez más débil, mientras el zumbido se hacía más y más potente.
Con las fuerzas que le quedaban consiguió llegar a la cocina. De su comida no quedaba ni rastro. Todo se lo había consumido el fuego saliente de la sartén abandonada a su suerte. Delirante, Marcos pensó que dentro de lo malo, esta era la forma perfecta para terminar con todo lo que podría ser el origen del zumbido que le estaba destrozando la vida desde hacía ya tiempo. Después del incendio no quedaría nada con vida, liberándolo de la locura que lo estaba invadiendo. Pero las llamas se le estaban acercando a una velocidad vertiginosa, amenazando con quitarle la vida a él también.
La puerta de salida quedaba justo detrás, con su zumbido punzante. No podía quedarse en el sitio, pero tampoco podía salir. Se imaginaba un enjambre de abejas esperándolo justo detrás de la puerta para propiciarle una picadura mortal. Del otro lado estaba el fuego devastador. La falta de oxígeno le quitó los restos de su capacidad de pensar con claridad. El humo era su salvación. Las abejas huyen del humo, pero su temor al encuentro lo dejaba paralizado. Prefería quedar entre las llamas que arriesgar.
Una vez ya estuvo a punto de perder la vida y la sensación de falta de aire tampoco le resultaba novedosa. Aún era un niño pequeño cuando le ingresaron en el hospital tras una picadura de un insecto trabajador, cuando su padre le llevó a pasar el día en el campo. Entonces se le hinchó el cuello dejándolo sin respiración. Ahora, entre las llamas y el humo, podía recordar perfectamente aquella sensación de asfixia. Recordó también la suave mano de su madre acariciándole la mejilla. En realidad, nunca supo a quién, este gesto, tranquilizaba más. Si a él, por la cercanía de la persona a la que más quería, su sinónimo de paz y seguridad, o si a ella, por mantener entre sus manos la vida frágil de su pequeño.
Después de aquello no volvió a ver a su padre. Nunca más supo nada de él. Tampoco sentía mayor interés. Creció agarrado a la mano de su madre que lo alejaba de cualquier foco de amenaza. Con esto Marcos era feliz. Ella se ocupaba de todo, su objetivo vital era asegurarse de que no se acercara ninguna abeja a su niño. Jamás llegó a entender qué era lo que sucedía, pero su intuición materna le hacía sospechar que su hijo las atraía de una forma fuera de lo común, como si su miedo les sirviera de aliciente.
Pero al final, ella también se marchó. Llegó precipitadamente al fin de sus días a causa de un aparatoso accidente de tráfico. Un choque frontal la dejó sin vida y a él totalmente solo en este mundo. Solo ante la amenaza constante.
A partir de ese momento, su situación, ya complicada de por sí, se agravó considerablemente. A parte de su fobia, empezó a escuchar un zumbido. Al principio fue muy tímido. Incluso podía llegar a olvidarse de él, pero conforme se acumulaban los problemas de su vida adulta, el ruido se hacía cada vez más molesto. No cesaba nunca, solo cambiaba de frecuencia. Era como un barómetro de las emociones de Marcos. A mayor estrés más intenso se volvía.
Intentó de todo. Incluso acudió a un terapeuta para superar su fobia. Le insinuaron que debía enfrentar sus miedos y ponerse cara a cara frente a la amenaza. Marcos lo descartó sin siquiera planteárselo. Según él, no servía de nada superar el miedo si cualquier contacto con el pequeño enemigo podía resultar mortal. También intentó hacer caso a las teorías que rezan que si quieres puedes. ¿Si quería? ¡Claro que quería! Incluso llegó a salir al parque. Una vez, antes de volver a ser ingresado en el hospital comarcal. Mientras él intentaba superar sus miedos, las abejas demostraban que siempre iban un paso por delante.
Pero todo empeoró todavía más cuando empezó a oír un zumbido en su propio piso que se unía al que retumbaba en su cabeza. Consciente de que solo no podría afrontar la situación y que no se sentía con fuerzas de llevar a cabo una mudanza, les pidió a sus vecinos que se ocuparan del asunto. Así hicieron. Avisaron a un equipo de control de plagas, pero este no vio nada. Aparentemente no había de qué preocuparse.
A partir de entonces Marcos dejó de salir de casa y apenas abría las ventanas para ventilar. Cuando tenía que hacer la compra o acudir a las reuniones del trabajo, lo hacía cubriendo su cuerpo con la ropa propia de un apicultor. No le importaban las miraditas de compasión de la gente. Además, el zumbido le hacía de filtro para las burlas que le propiciaban los más atrevidos. Pero ahora su traje salvavidas yacía entre las llamas. Esto, en cierto modo, le tranquilizaba. Parte de su problema quedaría resuelto entre las cenizas. ¿Cómo no había caído antes?
Los bomberos llegaron a tiempo para salvar los pisos colindantes del desastre. Al bajar el cuerpo de Marcos envuelto en sábanas blancas, los gritos de la muchedumbre avisando que el loco se estaba quemando cesaron en seco. El tiempo pareció pararse y el silencio se apoderó de la situación. Aunque no del todo… El conductor del camión de los bomberos, recién recluido en el equipo, escuchó un zumbido detrás de su oreja.
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