Desde su ventana, Miguel ve el cementerio entre jardines y escucha el griterío de los fantasmas. Solo él oye las voces de esas viejas que no son más que muertas; los cascos de los caballos negros tañendo la tierra que no es más que una tumba gigante; y a los jinetes translúcidos anunciar la llegada de un nuevo miembro a sus filas de muertos. Solo él puede oírlos entre lapsos de lucidez que le recuerdan, muy a su pesar, que la vida es una estafa. Muy cerca repican las campanas mientras las calzadas se visten de flores: un mantón de manila que dice quiero y no puedo porque, en realidad, por mucho que la celebren, la muerte es incómoda y poco bienvenida. Observa las calles hipócritas. El cura orquestando a sus ratitas, con el hisopo, bajo un nubarrón apocalíptico; el coche fúnebre abierto; las aceras disfrazadas de muerte; su demencia y sus olvidos: el futuro era esto.
El cortejo llega al cementerio y los fantasmas se callan. Aprovecha el silencio para rebuscar entre sus pensamientos: es incapaz de recordar quién ha muerto. Agita la cabeza y se pone su chamarra. Sale de la habitación y llega al ascensor con clave de seguridad. 444 y se abren las puertas. Los seniles, que son todos los habitantes del edificio, no conocen la contraseña. 444 y llega a la planta baja. Él, a pesar de su alzhéimer, recuerda esos cuatros que tantas veces ha utilizado para subir y bajar, en calidad de fontanero, por esa torre que ayudó a construir, cercada por una gran verja negra de hierro en el centro de la ciudad, como quimera del buen obrero. Agita la cabeza y sale del ascensor y elude a la recepcionista inquieta –él no debería estar allí, tan abajo– y atraviesa las grandes puertas de cristal leyendo en voz alta la cenefa a la altura de sus ojos: ORITER NEUB LED SENÍDRAJ AICNEDISER. Su propia voz resuena en sus oídos como una invocación demoníaca y avanza, apresurado, por el camino de piedra. Echa la vista atrás mientras las puertas se cierran de manera automática. Mira a los lados, huidizo, y toma la primera calzada a la izquierda –¿a dónde iba?– sintiendo el espesor de su nueva cárcel de arbustos y cielo encapotado.
A su paso, esas viejas que no eran más que muertas reanudan sus gritos desde lo más hondo del cementerio. Le exigen que se abrigue, que la primavera es traicionera; y él se arrebuja en la chamarra dócilmente y en el bolsillo secreto de su pecho siente la densidad inconfundible del papel doblado. Mientras lo saca con manos temblorosas, escucha a los caballos rechinando sus quijadas y huele las coronas de claveles desmembrados. Desdobla una cuartilla de colores rojos y rótulos mecanografiados:
«No esperes a que sea tarde. Deja de trabajar»
Se pregunta qué hacen en su bolsillo los obreros de otras épocas clamándole eslóganes de otros tiempos, mientras del pliegue del panfleto cae una carta de baraja que coge al vuelo. A medio camino entre la certeza y la intuición, les responde que ya es tarde y mira el naipe: el dibujo de un caballo de bastos le resulta premonitorio al mismo tiempo que, a lo lejos, escucha las espuelas de otros jinetes.
Camina, buscando el rostro familiar de los fantasmas, hasta el cementerio, pero allí solo hay gente siniestra parada ante un nicho abierto: rezan que le rezan y el muerto ni se inmuta. Reconoce en la tumba, impreso en colores de reprografía barata, el rostro del difunto: compañero de chapuzas, fontanero como él, ahora inquilino de la torre como él. La sombra de un nombre que serpentea, sinuosa, siseante, se asoma entre los escombros de su mente, pero, antes de poder atraparla, un trueno ahuyenta a la alimaña y le recuerda que no, que el muerto y él ya no son vecinos de la torre. Piensa que ojalá la tierra le sea leve, camarada, mientras unos dedos húmedos e invisibles disuelven el cortejo, dejándole a solas junto a la tumba recién sellada.
En sus manos el caballo de bastos y la cuartilla empiezan a ablandarse, observa sus dedos rojos de la tinta diluida, y alza el papel para acercárselo a los ojos. A la vuelta del panfleto hay una nota manuscrita.
A modo de recordatorio: Miguel, soy tú, aquí te dejo un caballo de bastos para que te lo saques de la manga en la próxima partida con Sergio, a ver si cantas cuarenta de una puta vez, que con la excusa de tu demencia no ganas ni una. Ya sé lo que estás pensando, que la partida es la sal de tu vida y que está mal engañar a un pobre senil como él. Pero no te preocupes, Miguel, no está mal hacer trampas de vez en cuando. Se tronchará de risa cuando vea la que has montado para vencerle.
Entre sus pensamientos, la sombra de aquel nombre se asoma y penetra, cabal, en el rostro reprografiado. Sergio, compañero de chapuzas y partidas de tute infinitas. Y como los lamentos de las viejas del cementerio, y como la nota improvisada en un viejo panfleto, ese nombre, «Sergio» en la piedra ya perenne, le evoca una realidad silenciada por la demencia que retumba en su pecho gritándole que la vida es una estafa, y palpita en sus dedos colorados por la tinta de un sindicato olvidado. Sergio, tendríamos que haber vivido más y trabajado menos. Observa su reflejo irreconocible en la lluvia empantanada a sus pies: la ancianidad, sin previo aviso, se había posado sobre él.
Siente la prisión en todo su esplendor: un laberinto de calles, ensombrecidas por olmos, castaños y coníferas, se extiende allá donde mire. El cielo ennegrecido demasiado cerca. El cementerio vacío. Las flores mortuorias que no son más que un decorado y los fantasmas desaparecidos que ya ni si quiera susurran. No necesita más pruebas de su soledad. Si allá afuera supieran aquello, si al menos entendieran que nada es como lo prometido. Que la vejez es eso y la torre no es más que resignación y olvido. O resignación, y por eso olvido. El silencio atronador de los muertos enmarca fragmentos inconexos de una vida que quizá fue suya y que se desdoblan ante él como un viejo panfleto: la cuadrilla y un bocadillo rápido. Un paseo por la cuesta Moyano. El sueño de una jubilación al otro lado de las verjas negras después de tanto trabajo. Trabajo. Trabajo, trabajo. Ahora, él tiene todo cuanto siempre deseó, y su compañero de chapuzas, reducido a aquella estampa colorida en el nicho, también. Prevé que el sol, cuando reaparezca, erosionará el recuerdo de esa imagen y decide que no, que allá afuera tienen que saberlo, que no hay futuro ni sueño en el interior de aquella verja de hierro. Que el futuro del que hablaban era esto.
En su caída sobre las coronas de flores, la lluvia crea bombas de olor que rebotan en el suelo y explotan en su cara. Mira hacia los lados, esquivo, y toma el primer camino que la intuición le señala, apresurado. Está despierto y busca hambriento las rejas de hierro como luces titilantes. La lluvia empieza a desbordar el camino y él guarda la nota y el caballo de bastos en el bolsillo secreto de su pecho, temiendo que, en un resbalón, las muertas los atrapen y se los lleven al infierno. Llega a una fuente plagada de demonios que vomitan agua. Agua. Hay agua por todos lados y, a lo lejos, atajando el estruendo, los cascos de los caballos negros galopando sobre suelo anegado. Mira las pequeñas gárgolas y, sobre ellas, un ángel que no soporta el peso de la tormenta. ¿A dónde iba?
Una enfermera le coge del brazo a medida que las muertas del cementerio reanudan sus lamentos. Retoman el camino inundado, luego el sendero disfrazado de muerte, llegan a la torre coronada y atraviesan la puerta de cristal leyendo la cenefa a la altura de sus ojos: RESIDENCIA JARDÍNES DEL BUEN RETIRO. 444 y las puertas del ascensor se abren. 444 y alcanzan el octavo piso. 444 y toman el pasillo y llegan a una habitación. Alguien cuelga su chamarra empapada en el perchero. Desde su ventana, Miguel observa las calles, allá abajo, llenas de flores mortuorias. Aunque él ahora no lo sabe, los obreros las quitarán mañana. Borrarán ese disfraz de consuelo hasta que las campanas vuelvan a repicar por el inquilino de la torre que aumente, una vez más, las filas de muertos. Mira sus dedos rojos, incapaz de recordar por qué han sido manchados, y siente el revoloteo suave de un nombre siseante, una serpiente alada que se posa en el rabillo de sus ojos. Mientras tanto, las ancianas chillan allá abajo; sólo él puede oírlas en el oscilar de su memoria que le pende, sobre un hilo, entre escombros y ventanas entreabiertas. Esas viejas que no son más que muertas le claman, desde lo más hondo del cementerio, que se abrigue, porque la primavera, como el futuro, son traicioneros.
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