Aquella mañana el camión llegó lleno de jaulas. Ahora había que
hacerlo así, porque los bonobos tienden a resolver sus conflictos
mediante el frotamiento genital, de modo que se había dado la orden
estricta de mantenerlos separados. “Si me llegan de buen humor,
¿qué hostias voy a hacer con ellos?” Había graznado el Sr. Primo
desde detrás de la mesa de caoba de su estrecho despacho, hacia
donde apuntaba un descomunal ventilador de cinco aspas cuyos rugidos
hacían necesario levantar la voz para hacerse entender. Bajo los
filamentos de luz dorada, filtrados por entre los espacios de las
tablas de madera de la pared, resplandecían goterones de sudor desde
la calva hasta los tirantes vaqueros del Sr. Primo, que aún así no
renunciaba a aquellos habaneros que infestaban su improvisada oficina
con un humo más sofocante que el verano congoleño. Los carteles
anunciando el nuevo circo a las afueras de Kinshasa, al que el Sr.
Primo continuaba refiriéndose como “el Pueblecito de Leopoldo”,
a pesar de las continuas peticiones de Kwame en contra, dejaban claro
que se esperaba una reproducción de las peleas a fémur del 2001
de Kubrick, concluyendo quizá -éste era el gran bombazo con que Sr.
Primo esperaba hacer más fortuna que un cacique del marfil- con
unas cuantas docenas de monos despeñados por los primeros rápidos
de las Cataratas Livingston. “Es una desgracia, se pasan el día
follando”, había exclamado con decepción el Sr. Primo al examinar
el estado de la primera remesa de rehenes, a los que había imaginado
más próximos a los yahoos gulliverianos y menos dados al amor
libre. Las doce o quince carpas multicolores ya se habían levantado
junto a los meandros del río, en una zona plana y ex-boscosa que la
Compañía había despejado para la ocasión, y mientras hacia el
Este se encontraba el perfil brumoso de los rascacielos, al Oeste
aparecían las curvas del río, y sus desniveles ricos en piedras
afiladas por entre los cuales tronaba el agua bajo el enorme sol
inmóvil del Congo. Grupos locales tocaban xilófonos, cítaras,
arpas y tambores de cuero, los niños devoraban helados (tanto calor
hacía que devoraban incluso helados de cacahuete e incluso de
pistacho) y unos cuantos voluntarios estrellaban globos de agua
contra el suelo y las lonas para humedecer el ambiente. Desesperado
ante la perspectiva de perder su número estrella, Sr. Primo había
ordenado una última redada y un tratamiento más duro para los
prisioneros. Los bonobos, ocultos bajo una trampilla en la carpa de
lona a rayas rojas y blancas, habían sido golpeados con sacos de
piedra en el estómago y cabeza (debían tener fuerza en las
extremidades), pero no tanto como para debilitarlos en exceso, y
después se les había mantenido en ayunas, dado algunas aguadillas
en el río (“¡Pero qué mal nadan! ¡Ja ja ja!” había observado
el Sr. Primo) y encerrado en jaulas individuales, pues, como ya
habían podido comprobar en detalle sus captores, incluso en
situaciones de extrema adversidad, los bonobos parecían encontrar la
paz en cuestión de minutos con tan sólo masturbarse unos a otros, y
eso, por supuesto, no se podía permitir, pues la gente había pagado
sus entradas con Kubrick, Kurtz y Conrad en la cabeza, y presentar a
una pandilla de onanistas zen hundiría el negocio en cuestión de
una jornada, con el consiguiente impacto terrorífico en la economía
de bienes y servicios de los once millones de almas del Pueblecito de
Leopoldo.
Horas después, el sol empezaba a descender en el horizonte, dejando
bandas de oro sobre el agua cuyo brillo ocultaba el comienzo de las
cataratas. El público aplaudía con un entusiasmo tal que Sr. Primo,
que lo observaba todo desde su palco de aluminio, tuvo ganas de fumar
dos puros a la vez, cosa que se podía permitir gracias a la
relajación de las restricciones al respecto que había negociado la
semana anterior con una congresista local fallecida ya por enfisema
pulmonar. Los niños tenían los ojos abiertos como dos huevos al
plato y miraban desfilar a los trapecistas, los desorientados
elefantes, los absurdos tigres y los músicos. Sr. Primo se frotó
las manos y, sujetando aún los dos puros en su boca con lo que
aparentemente era un colosal esfuerzo de los labios, sonrió hacia
Kwame y levantó las cejas dos veces para darle a entender que el
momento había llegado. Kwame tiró de la palanca que accionaba los
mecanismos, y la trampilla se abrió al tiempo que el chirrido
metálico de treinta y tres jaulas resonó en la carpa, donde de
pronto el público permanecía en un silencio tenso y sólo se oían
los chillidos de los animales. Unos muelles se accionaron e
impulsaron las jaulas hacia arriba, de modo que los bonobos empezaron
a agolparse en torno a la apertura del suelo y a emerger al exterior,
histéricos, en medio de los aplausos y silbidos de la audiencia. Por
suerte, no pasaron más de cinco segundos hasta que algunos de los
bonobos más grandes, sin duda hembras, recogieron algunos de los
huesos que se habían dejado adrede por el suelo, y, con confusión
evidente, golpeaban a sus compañeros, cuya sangre empantanó pronto
el escenario. ¡Oh, aquello merecía incluso un tercer puro! Es
seguramente lo que pensó Sr. Primo con su descomunal sonrisa
mientras se agarraba los tirantes. Lo que ocurrió inmediatamente
después, sin embargo, hizo que sus labios se curvaran hacia abajo y
que ambos puros cayeran. Cuatro de los bonobos más jóvenes se
habían colocado en círculo y avanzaban con las palmas de las manos
extendidas y produciendo pequeños grititos, para desconcierto de sus
compañeros. Kwame sonrió y miró hacia su jefe, quien, seguro como
estaba de la lealtad de su bestiarius, sin duda no pudo
imaginar que éste, por las noches, se había afiliado al Proyecto
Gran Simio, había leído a Peter Singer a la luz de una vela que
atraía mosquitos de tres centímetros, y había usado una tabla
casera de lexicogramas para enseñar una versión gestual del idioma
Toki Pona a bonobos salvajes. Los monos -ensangrentados, aturdidos,
febriles- dejaron caer los huesos y, tras un brevísimo instante de
parálisis, se entregaron a una orgía fugaz para el escándalo del
público, que por primera vez hacía menos ruido que los monos. Medio
minuto después, cuando otros fluidos corporales se habían añadido
a la sangre del suelo, formando así una mezcla pastosa de colores,
ahora, algo más suaves, los bonobos recogieron de nuevo los fémures
y las tibias y las vértebras de todas las especies que se habían
distribuido por el suelo antes del comienzo del espectáculo. Se
giraron y, de la manera en que se ordena un cristal o las partículas
de un material magnético, se orientaron todos hacia el palco de
aluminio y mostraron sus amarillentos dientes de frugívoros antes de
emprender un galope lleno de furia y gritos. Kwame sonrió de nuevo y
levantó un dedo para encargar un zumo de tamarindo al mozo de
ventas. El resto del público aplaudía y gritaba, animando a aquella
jauría en su particular vendetta.
–¡El Horror! ¡El Horror! – Exclamó el Sr. Primo con sus
ojos muy abiertos y su vista, sin duda, nublada por el sudor.
Sus últimos pensamientos, dicen, fueron para su ventilador de cinco
aspas.
OPINIONES Y COMENTARIOS