Nos conocimos en el gimnasio de la residencia. Yo iba todas las tardes cuando sabía que no había demasiada gente, aunque la verdad es que casi siempre estaba vacío porque era pequeño y las máquinas estaban viejas y oxidadas. Era un sitio deprimente, pero a mí me gustaba por el silencio y la misteriosa calma que había dentro.
Mi primera reacción cuando llegó fue de fastidio. Cada vez que entraba alguien sentía que me interrumpían, que me espiaban, como si hacer ejercicios en ese gimnasio fuera una actividad íntima, como escribir un diario o leer una novela de Thomas Bernhard.
No recuerdo qué estaba haciendo ese día, puede que sólo estuviera comenzando el calentamiento, pero al rato noté que estaba sentado en la máquina dorsalera mirándome casi sin pestañear. Intenté ignorarlo hasta que no pude aguantar el desagradable cosquilleo que te recorre la espalda cuando sientes que alguien te mira por mucho tiempo. Le pregunté que si necesitaba algo. Siguió observándome como si meditara su respuesta y luego me preguntó que si podía enseñarle algunos ejercicios, así que ese día me quedé un poco más de lo normal porque le mostré cómo sujetar las mancuernas, diferentes maneras de hacer flexiones, algunos abdominales de dificultad media y baja, cómo hacer sentadillas con y sin peso. Era un poco extraño que me preguntara todo aquello porque tenía un cuerpo lo bastante atlético como para suponer que no era la primera vez que entrenaba. Igual me agradaba porque seguía bien las instrucciones, no hacía comentarios sobre la dieta que debería llevar de ahora en adelante, ni llenaba los momentos de silencio con trivialidades sobre crecimiento muscular y salud física. Era más bien taciturno, parecía no escucharte cuando le hablabas y casi no dijo nada durante la hora que estuvimos allí. Ni siquiera emitía los típicos gemidos de dolor al levantar peso. Cuando terminamos la sesión, me dio un apretón de manos mientras me agradecía. Sugerí que subiéramos juntos, pero me respondió que no vivía en el edificio. Tenía acceso al gimnasio porque su tía era residente y lo había invitado.
No volví a verlo hasta la siguiente semana. Dijo que no había podido asistir por cuestiones de trabajo, pero que le había gustado el entrenamiento del otro día y ahora iría con más regularidad. Acordamos encontrarnos en la entrada todos los días a las cinco. Me estrechó la mano, dijo que se llamaba Jimmy y comenzamos el calentamiento. Ese día hablamos más que la primera vez. Primero la conversación se mantuvo en el ámbito del entrenamiento físico. Luego tomó un poco de confianza y me contó sobre su tía, una señora de la quinta planta a la que yo no conocía y sobre quien nunca había escuchado. Según él, llevaba más de tres años viviendo en el edificio, era generosa y, como no tenía hijos, lo trataba como si él lo fuera. Era un poco amargada, trabajaba mucho, iba a reuniones de A.A. y hacía yoga. Yo no entendía por qué me daba todos esos detalles. Pensé que quizás estaba intentando justificar su presencia en el gimnasio al que, técnicamente, no debería tener acceso. En cualquier caso, no le prestaba demasiada atención. En algún momento detuvo su perorata para hacerme preguntas que respondí con reticencia y monosílabos, pero mi malhumor comenzó a disiparse cuando dijo que era escritor.
Nunca había publicado nada, sólo se dedicaba a llenar cuadernos en las noches, pero igual se consideraba escritor. A veces le costaba dar con relatos interesantes y pasaba meses sin escribir una sola línea. Le parecía falso aquello de que se podía escribir sobre cualquier tema porque en una ocasión, durante un periodo particularmente largo de sequía creativa, había intentado crear un relato sobre la vez que su tía lo invitó a pasar un fin de semana en su casa y no había hecho nada más que dormir, comer, ver televisión y leer libros, lo mismo que hacía en su propio domicilio. Con eso creyó que podía formar una reflexión acerca de la desidia y el absurdo de entretenerse en actividades huecas que no son sino distracciones para olvidar que vamos a morir, pero apenas comenzó, se dio cuenta de que no había nada que narrar, que esa historia moría apenas iniciada. Fue entonces cuando decidió que debía cambiar de ambiente, que había caído en una pastosa rutina gris, una monotonía de caras, saludos, comidas, horarios, artículos redactados contrarreloj. Renunció a su trabajo como redactor en una agencia de publicidad y se hizo vigilante nocturno. No le preocupó el cambio de salario porque tenía suficiente dinero ahorrado. De ahí pasó a ser repartidor de pizzas, instructor de natación, cuidador de ancianos, paseador de perros, aprendiz de albañil, conductor de buses, taxista, acomodador en cines. Fue una época prolífica. Había llenado alrededor de cien cuadernos con relatos que releía y corregía de manera casi maniática.
Hablaba de todo eso en pasado, como si hubiera dejado de escribir o como si fuera una historia que contara sobre otra persona. Le pregunté por qué, pero su respuesta fue vaga, que sí escribía todavía, más, de hecho, pero que ya no cambiaba de trabajo como antes, que había vuelto a su antiguo oficio de redactor. Había entendido que las verdaderas historias se encuentran soterradas en la soledad y el silencio de los objetos, las casas, los muebles y las ventanas. No entendí lo que quiso decir con eso. De cualquier forma, desde ese día, comencé a mirarlo con cierta admiración. Después de todo, era el primer escritor que conocía y con el que mantenía conversaciones casuales sobre ejercicios, libros, dietas y escritura. Mientras completábamos la rutina de abdominales, le dije que yo quería ser escritor, que había intentado escribir algunos relatos y siempre los dejaba inconclusos. Me respondió que era porque no había conseguido la historia adecuada, que inconscientemente yo sabía que no tenía nada que contar. Según él, cuando un escritor sabe lo que quiere decir, escribe todo de un tirón sacrificando horas de sueño, comidas, trabajo y descansos como ir al baño y tomar agua.
—Como hacía Kerouac, dijo.
En ese momento pensé que nunca había escuchado nada más absurdo, pero no dije nada.
Comenzamos a vernos muy seguido. Manteníamos un estricto régimen de entrenamiento y hablábamos de libros y películas mientras descansábamos. Resultó ser casi tan aficionado al cine como yo y me prestó libros de autores que yo no conocía como Sebald, Kennedy Toole y Walser. Afirmaba que su meta en la vida era escribir como el suizo porque no mucha gente lo leía.
Fue por entonces que me contó algunas de las historias que había escrito. Tenía la costumbre de hacerlo durante los minutos muertos de camino del gimnasio a mi casa.
—Para hacerle homenaje a Jarmusch, decía.
La mejor fue la del periodista de guerra con trastorno de estrés postraumático que se encierra en su apartamento de una ciudad ficticia llamada Watson para pegar fotografías y escribir nombres en todas las paredes. Mientras lo hace, se van intercalando en primera persona escenas de su vida anterior en Watson y de su pasado reciente en medio de la guerra en un país que nunca se nombra. En cierto momento, los recuerdos de ambas historias se entrecruzan y confunden hasta el punto de que no sabemos si quienes van muriendo son anónimas víctimas de la guerra o rostros de la vida pasada del protagonista de quien sólo sabemos que se llama John Bristol y que alguna vez había estado casado y tenido dos hijos. Nunca queda claro a quién pertenecen los nombres y las fotos que va esparciendo por las paredes, ni el propósito de dicha actividad. El final es tan previsible como inevitable: improvisa una horca en medio de la sala y se cuelga de ella mientras observa su obra con expresión inescrutable.
Al preguntarle que cómo se le había ocurrido, me dijo que había robado un álbum de fotos en sus días de cuidador de ancianos. Pensó que quizás alguna de las caras sin nombre podía inspirarle algún relato de familia o amistad. Pasó varias noches hojeando el libro de fotografías sin encontrar nada que le resultase interesante. Al final, fue la imagen en blanco y negro de una niña llorando la que le dio la idea central del cuento. Quise saber qué había hecho con el álbum, pero no me respondió.
A veces faltaba uno o dos días al gimnasio. Otras veces desaparecía por una semana o más. Siempre regresaba taciturno de esas misteriosas desapariciones que progresivamente se fueron volviendo habituales. Hacía el entrenamiento con la misma energía que siempre, pero se notaba que su mente estaba en otro sitio. Parecía meditar o perderse en cavilaciones que prefería no compartir conmigo. Esa dinámica se mantuvo hasta que un día me contó que su hobby era coleccionar objetos hurtados.
Creí que hablaba de curiosidades que rescataba de basureros u objetos perdidos que desenterraba en playas desiertas. Para mi sorpresa, dijo que había aprendido a forzar puertas para entrar a casas ajenas con el fin de sustraer alguna cosa llamativa pero lo suficientemente insignificante como para que los residentes no la notasen: un pendiente, una taza o una caja de fósforos. A veces se ponía un poco de perfume de cualquiera de los desconocidos o comía algo del refrigerador. Cuando estaba de suerte, encontraba apartamentos vacíos durante la noche y aprovechaba para cocinar, ver televisión, cepillarse, sentarse en las camas, mirarse en el espejo, cambiarse de ropa, tomar café o incluso ordenar una pizza. Siempre dejaba un rastro: cambiaba objetos de lugar, tomaba jugo directo de la botella hasta que se notara que había menos líquido dentro, borraba archivos de los computadores, movía las fotos en los álbumes. Le gustaba imaginarse las diferentes reacciones de cada persona al darse cuenta de la intrusión.
Había comenzado a hacerlo después de terminar la historia del periodista de guerra. Según él, se creaba un vínculo entre las personas que robaba y él a través de los objetos que se llevaba. Pasaba horas observándolos, trazando historias, inventando nombres, profesiones y tramas cada vez más inverosímiles hasta que daba con el relato que quería narrar. Afirmaba que había descubierto la capacidad creativa de la mnemotecnia y se había vuelto adicto no tanto a la excitación de irrumpir en casas, sino a la sensación de cercanía que experimentaba con los desconocidos. La habitación donde almacenaba los cuadernos se había vuelto insuficiente y tuvo que comenzar a quemar libros para abrirle espacio a nuevas libretas con sus propios cuentos. Quería ser el único autor de todos los libros en su apartamento.
Después de eso lo vi un par de veces más y ya no volví a saber de él.
Pasé varias semanas esperando volver a verlo, entrenando más bien con desgana y recortando las rutinas hasta que un día dejé de ir. Comencé a pasar más tiempo encerrado en mi apartamento trabajando, viendo películas y leyendo.
A veces pensaba en Jimmy y me preguntaba qué porcentaje de lo que me había contado sería cierto. Por momentos me convencía de que todo resultaba demasiado cinematográfico para ser verídico. Su total inmersión en la literatura y el cine le habían pasado factura y ahora había adoptado el vicio de hacerse protagonista de sus propios relatos. En otros momentos, sin embargo, algún suceso insignificante, como la desaparición inexplicable de un clip que creía haber dejado en mi mesa de trabajo la noche anterior, me disparaba la paranoia y el insomnio. Entonces pasaba días buscando otras pistas. Desordenaba el apartamento, me daba por medir cuánta leche quedaba en cada cartón o cuántos huevos me había comido esa semana. Me sentía perseguido, vigilado y con un extraño cosquilleo en la parte de atrás del cuello, como los personajes de It Follows, de David Robert Mitchell, hasta que el tedio de la rutina engullía mi paranoia y mi vida volvía a esa calma muerta que llamamos felicidad y paso del tiempo. Habría continuado así y nunca habría escrito este relato si esta mañana no hubiera encontrado la caja del cereal volcada sobre la nevera.
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