Si debo comenzar hablando de mi abuelo, diría que es una suma de experiencias y errores del pasado que marcaron su vida, tendría que ser honesto reconociendo que no fue del todo honesto consigo mismo, con lo que quería y esperaba para sí, con sus sueños; esos sueños que me contó tuvo de niño, esos sueños que le despertaban en los primeros años de su infantil conciencia por la mañana con una sonrisa, diciéndose que podía lograrlo, diciéndose que podía ser bombero, doctor, escritor o presidente y porque no, astronauta.
Ser astronauta era su más grande sueño de niño y hasta una avanzada edad de la adolescencia sólo pensó y soñó con eso, tenía naves espaciales, afiches y seguía la carrera espacial por pisar la luna vigente en esa época.
Siendo aún muy pequeño solía llevar puesto un casco naranja de astronauta improvisado que él mismo se había hecho con un viejo casco de motorizado que encontró en el garaje de su padre, y que usaba sobre todo mientras miraba en aquel viejo tv en blanco y negro las noticias de los intentos por llegar a la luna.
Siempre imaginé a sus sueños aglomerándose todos para entrar a la sala de espera, juntos pero cada uno en su puesto con sus rodillas juntitas, sosteniendo la esperanza en una hoja en blanco que debía ser llenada por mi abuelo. Sus sueños eran pacientes, se iban al final del día y volvían al otro para seguir esperando, usando sus mejores trajes, siempre impecables y sin un solo detalle de desaliño, sonrientes y optimistas de pensar que pronto serían ellos los que entrarían en acción.
Cada día, puntualmente asistían a esa sala de espera, y cada final de tarde se iban poco a poco menos esperanzados de verse realizados en la vida de mi abuelo. Entonces, los años fueron pasando y muchos comenzaron a entender la utopía de su propia existencia; de alguna manera ninguno había logrado entrar, ninguno había sido siquiera visto por mi abuelo en todos estos años.
Ocurrió entonces que de a poco, se fueron marchando uno a uno por la misma puerta por donde una vez él los recibió alegre; porque mi abuelo por un tiempo conversaba con ellos; hacían planes juntos y siempre les decía, -algún día vendré por todos ustedes y todos seremos una sola realidad, mi realidad- y ellos sonreían también mirándose entre sí llenos de esperanza.
Esas eran las palabras que aún rondaban en la cabeza de aquellos sueños que no se rendían, que ya con las ropas gastadas y los ánimos manchados por los años, solo se sentaban con la mirada en el vacío y la sonrisa entrecortada a recordarlas como películas que se repiten en la mente de los olvidados.
Cada sueño a su vez se fue cansando y dejó de asistir, de manera que la sala poco a poco empezó a mostrar sillas vacías, las lámparas se fueron quemando; uno a uno sus sueños se fueron cansando de esperar sentados en la habitación de las oportunidades, habitación que solo era alumbrada tenuemente por una pequeña lampara que parecía resistirse también a dejar de alumbrar.
Los más perseverantes siguieron sentados con su espalda erguida y sus sonrisas confiadas en aquella vieja habitación por muchos años; pensaban que era cuestión de tiempo, -aunque el tiempo para sus sueños siempre fue relativo-, estos solo estuvieron ahí, firmes y sin rendirse por décadas.
Pero acumulados los años en el olvido todos comprendieron a la final que esos planes de niño ya no se cumplirían y aunque algunos tardaron un poco más, quedaba claro que sólo fueron sueños y nada más.
A medida que el tiempo transcurría y mi abuelo saltaba sin pensarlo -y sin quererlo- de la niñez a la adultez, poco a poco iban entrando por la misma puerta por donde se iban sus sueños, aquellos sueños que mi abuelo nunca tuvo o nunca soñó.
Entraron en silencio sin decir nada, algunos sonreían y otros solo decían -No podrá evitar elegirme a mí-, Entonces él miraba esos sueños entrar y les sonreía de manera poco amable pues no podía evitarlo ya que esa sala donde una vez estuvieron sus más preciados sueños simplemente estaba vacía.
Entre una cosa y otra la adultez le mostró crudamente que no estaba para jugar al eterno soñador empujándolo a luchar para sobrevivir. Entonces consiguió un empleo, conoció una linda chica, se casó, compró una linda casa, asumió una hipoteca y tuvo hermosos hijos y su vida era bonita.
Pero el tiempo seguía viniendo a pedirle cuentas y él le mostraba que iba bien, que tenía un buen empleo y pagaba sus cuentas; que sus hijos iban a buenas escuelas y su esposa era feliz, así pasó por muchos años esforzándose por ser el padre ejemplar y cumplir con todos hasta que finalmente vivía la vida digna y honrada por la que trabajó muchos años.
Un día se quedó dormido en su mecedor y cuando despertó le costó levantarse, llamó a su esposa con vos quejumbrosa y ella le dijo: -otra vez la espalda- habían pasado sus años y el tiempo nunca faltó a su cita para pedirle cuentas de su vida llevándose en cada instante sus fuerzas, su energía y hasta su sonrisa.
Así que cuando se logró levantar de aquel viejo mecedor caminó hasta el espejo solo para notar que no podía ver su propio rostro con claridad; suspiro con desdén y se colocó los lentes enfocando un rostro arrugado y vencido por los años, rostro que no recordaba cómo y en cual momento llegó allí. Se observaba y pensaba en todas las cosas buenas que había logrado y trataba de estirar sus arrugas para simular verse más joven como quien juega a imaginar.
Entonces un niño tiró de su pantalón buscando llamar su atención y le dijo: -¿abuelito?- mira mi dibujo-. El bajó la mirada y le sonrió, tomó esa hoja arrugada y llena de manchones de colores y escuchó al niño decirle: -quiero ser astronauta-, entonces miró el dibujo con asombro y observó un pequeño astronauta color naranja mal dibujado que colgaba de la nada por una pequeña cuerda, ¿Que significa esa cuerda y a dónde va? -le preguntó con intriga mi abuelo-, -es para respirar, si no, se moriría en el espacio, -respondió aquel niño-, él sonrió, frotó el cabello del chico y pensó: -es cierto, si te desconectas de aquello que te da vida- podrías morir.
Entonces casi de la nada sus ojos se abrieron acompañados de una sonrisa entrecortada y vinieron a su mente todos los recuerdos de todos esos sueños perdidos; caminó lentamente hasta aquella pequeña habitación en donde los había dejado esperando en el pasado y entrando como quien le sonríe al recuerdo con la vaga esperanza de encontrar al menos uno exclamó: -Lo siento, lo siento, me perdí en la vida y me olvidé de ustedes- aquella pequeña lampara aún alumbraba esa habitación abandonada y destruida en la que nadie respondió.
Entonces con pasos lentos se acercó hasta una de las sillas donde alguna vez esperó sentado alguno de sus sueños y él también se sentó exhalando con tristeza mientras tapaba su rostro y reposaba sobre sus piernas el peso de sus codos.
Luego miró sus manos arrugadas que no tardaban en humedecerse por las lágrimas de su resignación cuando aquel niño que lo había seguido hasta allí, le preguntó: -¿abuelito, porque lloras?- -todos mis sueños se han ido y ya es muy tarde para alcanzarlos, deben ir muy lejos ya, -respondió entre sutiles suspiros aquel anciano vencido por el dolor-.
Entonces de repente una voz se escuchó en un rincón oscuro de la habitación y de la nada salió el último sueño que nunca dejó de venir cada día; y pude ver como el rostro de mi abuelo se reescribió de alegría saltando de aquella silla para impulsarse hasta ese sueño y fundirse en un fuerte abrazo como nunca lo vi dar a nadie. Ese sueño lo miró sonriente -con la misma esperanza que reflejaba cuando ese anciano aún era un niño- y le dijo: -siempre supe que volverías- mi abuelo lloraba de alegría al ver que todavía al menos un sueño podía cumplir, era el sueño de ser escritor y yo, yo era ese pequeño niño.
Esa tarde nos quedamos los tres planificando y soñando nuevamente sobre lo que haríamos, mi abuelo incluso hablaba como si fuese muchos años más joven; hicimos cientos de planes, desempolvamos sus historias escritas en servilletas y viejos cuadernos, así como en docenas de manuscritos que conservaba como sus más preciados tesoros, me llenó de anécdotas de como escribía sus cuentos y de donde provenía cada uno mientras mi abuela nos calentaba con sus chocolates vespertinos, no lo supe en ese instante, pero realmente tenía muchas historias guardadas.
Resultó que a pesar de todo lo que vivió y todo lo que dejó de hacer, mi abuelo nunca dejó de escribir por lo que este sueño terco nunca dejó de volver.
Fue rápidamente, tomó su computadora y comenzó a escribir y vi aquel anciano volverse niño otra vez, gesticulando y moviéndose como todo un cuentacuentos explicándome sus historias, colocándose capas, mascaras, y representando con gran energía a sus personajes, nunca fui tan feliz como en esos momentos.
Pasaron los días y años y yo crecí junto a sus historias plasmadas en manuscritos y viejos cuadernos que no tardaron en volverse libros publicados, muchos de ellos como best Sellers, incluso.
Ya más crecido yo tuve que irme para intentar cumplir mis propios sueños, no sin antes ser el único lector de su pequeña historia a la que el llamó «El astronauta», historia que en este momento ustedes leen.
Traté siempre de mantener contacto con él, hasta que un día mi abuelo llegó al final de su viaje de aventuras sosteniendo el primer libro que escribió mientras dormía en su cama a sus 102 años. Nunca más dejó de escribir después de haberle mostrado ese dibujo que hice siendo solo un niño y nunca más dejó de soñar hasta sus últimos días.
Mi abuelo cumplió su único sueño de niño que lo acompaño hasta su vejez, incluso fundó su propia editorial a la cual puso por logo a un pequeño astronauta color naranja que flota en el espacio conectado a un pequeño transbordador.
Yo, en cambio, sigo entrando a mi pequeña habitación de espera y cada tanto llamo a uno por uno a cada sueño, diciéndole, -es tiempo de intentarlo-, a veces devuelvo a algunos a la sala después de fracasar, pero casi siempre lo logramos. Porque ahora entendí que aun cuando en esa pequeña habitación los pueda dejar esperando por mucho tiempo, nunca dejaré de recordarlos en mis andares de vida y mientras tenga vida.
En ocasiones no puedo evitar pensar que muchos de ellos probablemente se vayan y nunca los pueda ver cumplidos, pero siempre que comience a olvidarlos recordaré las palabras de mi abuelo -si te desconectas de aquello que te da vida- podrías morir-, y comprendo que al igual que ese pequeño astronauta, yo podría estar “muerto” si dejase ir todos mis sueños, inerte, inexistente dentro de ese traje y nadie podría siquiera notarlo, porque nadie podría verme por dentro, estaría ahí simplemente demostrando una falsa existencia pero sin vida bajo ese traje de astronauta que ocultaría mi realidad.
Por ello, me esfuerzo siempre en vivir lo que sueño, lo que quiero, cumplir los sueños que tuve cuando solo era un niño y ser un niño siempre para siempre poder soñar como tal y claro, habrán sueños que no son del todo míos, pero que el verlos realizados también me hacen muy feliz, como por ejemplo el sueño de ver a mi hijo graduarse de doctor justo en este instante, aunque sea por medio de esta pantalla a miles de kilómetros de distancia en este transbordador espacial.
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