Hay palabras escritas que no se contentan con la repetición mental; su cadenciosa belleza nos obliga a leerlas en voz alta. La sonoridad, la música, la armonía de los versos que leía esa noche en la Biblioteca Nacional debían concretarse. El vehículo sería mi voz.
La descripción de los vastos campos de batalla en territorio cartaginés daba un ámbito sórdido a la batalla que se aproximaba. La completaban las estrofas dedicadas a la legión romana apostada en formación indefinible, al contexto histórico de la lucha territorial en la Iberia de la época, a las costumbres previas y a los rituales de batalla. Pero los versos culmen del poema eran los dedicados al poderío del ejército romano; no a las estrategias de batalla, ni a las proezas de los generales. Destacaban al portentoso legionario: multiplicado en miles, enfilado con el fin de provocar desasosiego y espanto en las líneas enemigas. Enaltecían a los soldados más aguerridos que hasta entonces había visto el orbe. Hombres entrenados para ser insaciables en la infatigable tarea de dar la muerte.
Fue entonces cuando levanté la voz. Hipnotizado, y sin reparar si cerca de la mesa en donde estaba había alguien que pudiese escucharme, dejé que la delicia de las palabras que iba pronunciando me invadiera y que éstas se zambulleran por el aire, dulces, ostentosas, desde los labios maleables hasta los tímpanos danzantes.
Comencé la lectura en voz alta; sin pausas, pero disfrutando del sabor particular de cada palabra. Las cortas y sentenciosas, las que nos obligan a pensar en ellas durante un tiempo quizá más de lo debido, las difíciles de pronunciar, las pendencieras, las que nos recuerdan nuestra niñez, las que al pronunciarlas evocan la forma de una nube, las que van por sí solas, las que dependen de las otras, las provocadoras de nostalgias, las que uno ama, las que uno evita pero siguen llegando, las altas, las perezosas, las de tonalidades malva, las clarividentes, las que uno pensaba que eran propias hasta que se las lee a otro. Y en fin, todas las categorías de las palabras existentes, que han de ser tantas como hombres y palabras existen.
Los versos iban dejando aparecer a los soldados, legionarios de idéntica expresión formados en perfectas filas de quietud interrumpida a duras penas por las partículas de polvo levantadas por el viento. Más adelante, soldados corriendo, enjaulados en sus vestimentas uniformes y en yelmos enjugados de sudor. Unas lineas más abajo, soldados de espadas levantadas hacia el cielo, de bocas abiertas para propiciar el unísono rugido. Asesinos siempre prestos a morir por Roma. Forjadores del imperio. Máquinas de matar bárbaros. Reclutas dispuestos a conceder el último de sus alientos a la causa de colmar la inhumanidad de enfrente con el frío de la muerte y de la espada.
Mi concentración era total. Sin apartar la vista de las líneas que iba leyendo, percibí un cambio en la luz del entorno de la sala; mi visión periférica captó resplandores amarillos como de sol de mediodía, sentí un viento débil, tibio y salado que transportaba hasta mi olfato el lejano olor de la arena de la playa, a mis oídos llegó el sonido de un mar distante de olas rompiéndose en altos acantilados. Nada me impidió continuar con la lectura en voz alta. Quizá atribuí todos estos cambios a mis sentidos dejándose engañar, o a que mi cuerpo iba recreando de forma inusual el escenario de la batalla del poema. El poder de las palabras era tan grande, que a pesar de la extrañeza de las distracciones, no levanté la mirada del libro, no vi lo que en ese momento ya debía haber empezado a formarse en la sala de lectura de la Biblioteca Nacional.
Me levanté de la silla cuando un legionario romano era emboscado por tres cartagineses. Logró dar muerte a dos de ellos, pero el tercero le clavó la daga en el cuello. Dejé de leer. Absorto, escuché la sangre derramarse y formar un charco. Escuché el sollozo que guía el deceso. Aparté la vista del libro y vi al romano: de rodillas, con ambas manos en el cuello, las gruesas gotas de sudor escapándose del rostro, la expresión que delataba una definitiva ausencia de miedo. Murió al instante, a dos mesas de distancia de donde yo estaba.
La torpeza de mi narración es compensada por mi seguridad de haber confesado un acontecimiento verdadero, del que no dudo. Ni los medios de comunicación, ni los expertos convocados desde el exterior, ni la policía local, ni nadie, ha podido dar con una explicación diferente de lo sucedido. El cadáver de un soldado romano apareció de la nada en la primera planta de la Biblioteca Nacional. En las cámaras de vigilancia no se ve entrar a nadie con el atavío del uniforme de batalla. Los elementos usados son auténticos de la época. Al hombre nadie puede identificarlo y han sido vanos los intentos por escrutar en los archivos dactilares. Toda tentativa de explicación racional es infructuosa. El soldado que apareció a tres metros de mi mesa es idéntico al de la descripción dada en el poema.
He intentado nuevas lecturas en voz alta. He procurado imitar la pasión con la que ese día leí aquel texto. He tratado haciéndolo en el mismo lugar, a idéntica hora y con el mismo libro. He leído el pasaje de la muerte del soldado romano hasta la saciedad. Nada. Toda tentativa ha resultado estéril. O al menos esa es la apariencia de los resultados dada en una visión de nuestro propio medio. He llegado a pensar en la posibilidad de que toda lectura se materializa en otro lugar del universo, o en otro universo diferente a este, o en otra dimensión que no podemos percibir. Lo de ese día pudo haber sido un fallo que produjo que nuestro entorno se combinara con otro; ese en donde todo lo que vamos leyendo en voz alta se plasma allá como La Realidad. ¿Quién podría asegurar que lo que nos va pasando a nosotros no es consecuencia de las lecturas de alguien, y que a ese alguien hemos decidido bautizarlo con el nombre de “Dios”? ¿No seremos nosotros los pobres e inconscientes dioses de otras realidades?
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