Empezará como empiezan todas las cosas, con el despertar de una pequeña chispa.
Al igual que cada mañana, se levantará a las seis. Desayunará, se duchará. Todo en su pulcro orden. El que le hace sentirse seguro. Mejor eso que darse cuenta de que la casa, y su vida, siempre han estado vacías.
Irá a trabajar con su traje azul de guardia de seguridad, con su camisa blanca, con su aspecto impecable. Correrá para alcanzar el metro que está a punto de salir sin él. Entrará en el vagón a toda prisa, de una manera casi heroica cruzará las puertas en movimiento que se cerrarán tras él y cuando se haya asegurado de que lo ha logrado con una media sonrisa orgullosa en su rostro, comprobará que nadie le ha visto. Ningún pasajero levantará la mirada de su móvil para cruzarse con la suya y parecer pensar “Uau, lo lograste por los pelos”. Disimulará su breve orgullo hasta hacerlo desaparecer.
Una vez esté en su puesto de trabajo, tras su mesa acortada junto a las puertas de acceso al gran edificio de oficinas, observará pasar a los trabajadores, uno tras otro hasta contar cientos y ninguno se parará a charlar con él. Él conoce el nombre de algunos por simple rutina y observación. En cambio, nadie sabe su nombre. Transcurrirán así las horas, como cada día, hasta la hora de la comida.
Irá a pie hasta la calle de enfrente y recorrerá unos metros hasta llegar al restaurante Casa Manolo con menú del día. Al entrar, el camarero le preguntará si va a comer sólo. Sí, contestará él, y le acompañará hasta una mesa arrinconada junto al baño. En el comedor sólo habrá un par más de mesas ocupadas: dos compañeras de oficina y un matrimonio de jubilados. Charlarán sobre sus cosas mientras él ojee la carta del menú. Después pedirá lo que pide siempre, ensalada de primero para evitar los excesos y de segundo la especialidad del día: puchero de garbanzos.
Se comerá su deprimente lechuga mal aliñada con el sonido del televisor de fondo emitiendo videoclips de baladas.
Volverá a su puesto de trabajo hasta que sea la hora de salir y volver a casa. Entonces se quitará el uniforme, lo dejará bien doblado sobre un mueble de su masculina habitación y ya cómodo, se sentará con los pies alzados en el sofá para leer un rato. No suele recibir llamadas pero ese día sonará el teléfono mientras esté disfrutando de su libro. ¿Diga?, y la voz de una señora mayor responderá: ¿Cómo estás, mi niño? No reconocerá la voz así que le dirá que quién es y la señora dirá ¿Eugenio? ¿Cariño? Le avisará de que en el número al que ha llamado no existe ningún Eugenio y la señora, con gran sofoco, le pedirá disculpas por haberle confundido con su hijo. Colgarán a la vez y él evitará recordar que ya no existe manera de que su madre pueda llamarle por teléfono.
Una vez cenado y ya en la cama, revisará la hora. Comprobará que no son aún las doce, la hora en la que siempre apaga la luz y se dispone a dormir. A falta de cinco minutos, cogerá su tablet y buscará algo en internet. Los ojos se le quedarán fijos en la pantalla, estáticos, casi inanimados. Conducirá una mano a su entrepierna bajo las sábanas y la moverá lentamente, con suavidad, mientras con la otra procurará que la tablet le quede a buena altura. Continuará su agitación unos segundos más, sólo hasta que una alarma suene y lo interrumpa todo porque cuando lo haga, comprobará que ya son las doce. Entonces dejará todo lo que estaba haciendo, la tablet en la mesilla, las sábanas lisas de nuevo, y apagará la luz.
Cerrará los ojos forzadamente en la oscuridad y empezará a quedarse dormido.
A las 12:57, mientras todo esté en calma, su tablet emitirá un bip largo y desconocido. Extrañado, comprobará de qué se trata. Leerá en la pantalla mail de entrada nuevo y al pulsarlo, sin especificar remitente claro, encontrará el siguiente texto: Hello. I alone. I love bananas.
Lo cerrará inmediatamente y continuará durmiendo. No lo sabrá entonces pero esa será la chispa que lo cambiará todo.
El día siguiente transcurrirá exactamente igual que todos: se levantará a la misma hora, se duchará y desayunará. Irá al trabajo en metro sin hablar con nadie y se pasará la mañana observando a la gente entrar y salir del gran edificio de oficinas. Saldrá a comer a medio día, entrará en el restaurante Casa Manolo y le sentarán en un extremo, sólo, en la mesa más pequeña del comedor. Mientras sople la cuchara rebosante de puré de lentejas ardiendo, escuchará de fondo el murmullo del televisor. Al principio no le hará caso pero de pronto, como si fuera destinado hacia él, escuchará una voz electrónica pronunciar las palabras: i love bananas. La chispa de nuevo, acaparando toda su atención. Se girará sobre su asiento con el único objetivo de ver qué es aquello que ha emitido esas palabras. Será un reportaje sobre experimentos de comunicación con primates. Un chimpancé, sentado frente a un teclado de colores y dibujos, pulsará tres botones e inmediatamente después, una voz robótica le dirá a su cuidadora “i love bananas”. Ésta le tenderá un plátano como recompensa y entonces, el chimpancé ya alegre, se dará golpes en el pecho intentando decir algo más. La cuidadora sonreirá y le señalará el teclado de nuevo, invitándole a utilizarlo. El animal pulsará otras tres teclas y de ellas saldrá la frase: i love you. Y los dos, chimpancé y humana, se fundirán en un abrazo de amistad pura frente a la sorprendida mirada de nuestro protagonista.
La vuelta al trabajo no sucederá como siempre. Esa misma tarde, dejará de observar a la gente para mantener la mirada perdida en el aire, pensando en aquellos primates que hablan a humanos a través de teclados. Al final de la jornada, estará ansioso por volver a casa y buscar más información. Llegará lo antes posible y rompiendo el ritual, no se quitará la ropa del trabajo ni se pondrá cómodo para leer en el sofá sino que irá corriendo a por su tablet y googleará: experimentos de comunicación con primates. Leerá todos los resultados. Descubrirá que existen cientos de lugares donde se llevan a cabo estos experimentos, que incluso se les ha enseñado a usar un ordenador y que siempre, absolutamente siempre, cuidadores y primates quedan unidos por una relación estrecha y especial, pura.
Al llegar la noche, visionará tantos vídeos y documentales sobre el tema que pasarán las doce y se quedará dormido con la tablet encendida sobre su pecho, rendido, cambiado.
Otra mañana, otra vuelta a la rutina. Pero algo será distinto. Esperará impaciente la hora de la comida porque ahora, tras su pequeño cambio, decidirá comprarse un sándwich para llevar de camino al zoo. No estará muy lejos y siempre, siempre, se sentará frente a la jaula de los chimpancés. Les observará con admiración mientras se coma su bocadillo y cuando llegue la hora, volverá al trabajo. Lo preferirá así porque allí, con los animales, podrá ver como unos cuidan de otros, como juegan o se quitan garrapatas, como se acarician o se empujan pero siempre unidos. Creerá contentarse con eso hasta que un día, después de dos semanas observándoles, uno de ellos se fijará en él. Se mirarán desde la distancia. Le palpitará fuerte el corazón y entonces, el animal se acercará a los barrotes en su dirección. Él hará lo mismo y allí, a unos pocos metros de separación, el chimpancé le hará un gesto llevándose la mano a la boca. ¿Qué comes?, creerá entender, y entonces le partirá un trozo de su comida y sin pensárselo dos veces, cruzará la línea de seguridad y extenderá el brazo. La mano del chimpancé hará lo mismo hasta juntarse para coger el trozo de pan. Sucederá despacio, con un movimiento amable y entonces, abrumado por la experiencia, sentirá el tacto cálido del animal sobre su piel como un regalo. Después el primate se comerá su ofrenda sin dejar de mirarle y desde ese momento, se reconocerán cada día al verse y se dirigirán otra mirada de despedida al marcharse.
Sólo unos días después de su última visita, alguien se dará cuenta de que no volvería por los sitios a los que solía ir. Ni siquiera al trabajo. Su jefe denunciará su desaparición y la policía tendrá que entrar en su casa a la fuerza después de llamar a la puerta durante más de cinco minutos. Al entrar, encontrarán la casa ordenada pero ni rastro de él. Ni siquiera darán con el mail que recibió la última noche antes de su desaparición: Hello, i alone. Y al que él contestó: Me too. Where are you?
Nadie nunca sabrá qué le pasó. Unos dirán que se suicidó porque estaba solo en el mundo. Está claro que ninguno llegó a conocerle bien porque si así hubiera sido, sabrían que se llamaba Dionisio. Sabrían que Dionisio encontró lo que le daba sentido a su vida y lo dejó todo por ello, aún sospechando que la fuente de esa chispa que lo cambiaría todo no fuera más que un simple virus informático.
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