Fue al poco de empezar a cenar cuando me escribió el mensaje.
«Me estalla la cabeza. Llámame.»
Recuerdo que por un momento me quedé extrañado. No era propio de ella, tantas prisas. Siguió escribiendo; miré el reloj de la cocina y efectivamente aún no era la hora. Cabeceé. La televisión estaba encendida. Me serví un poco de agua pero no bebí…
Acababa de sentarme. ¡Aún estaba con el pollo en la boca!
«Resulta que ahora tengo plan.»
Me pregunté de qué se trataría. ¿Plan, ahora, tan tarde? No quería parecer lo que no era y, sin embargo, tras unos segundos de duda, acabé por preguntárselo:
«¿Qué plan?»
«Carmen me ha escrito. Si podía venirse un ratito conmigo a ver la tele. Le da miedo la oscuridad. Estar allí sola, de noche.»
Terminé de tragarme el pollo y marqué el número. Mientras daba tono pinché un poco de ensalada, agarré el mando a distancia y pulsé el MUTE. Sabía de qué se trataba, el porqué. Me lo había comentado hacía un par de noches también por teléfono. La tal Carmen lo había dejado con su novio; ella y él vivían justo enfrente; hacía poco que los dos se habían comprado la casa y se habían ido a vivir juntos.
Bebí agua. En la pantalla de la televisión seguía el mismo desfile de figuras iluminadas, moviendo los labios.
***
—Cuéntame lo que ha pasado.
Normalmente nuestras conversaciones comenzaban teñidas por el cansancio, luego pasaban a otras cosas. Esa noche me encontraba sentado en mi despacho, fumando un cigarrillo, trabajando en mi novela… O al menos eso es lo que acostumbraba a decirle, si preguntaba, claro.
—Pues nada. Lo que te he contado esta mañana —me dijo ella al otro lado de la línea, con mucha calma, con su tono de voz dulce y metálico—. Que había desaparecido. Rubén. Se había ido con los amigos de cañas. Y, a las nueve, apagó el móvil y no regresó a casa. ¿Te lo puedes creer?
El humo se elevaba por encima de mí, serpenteando de forma creciente y voluptuosa; la pantalla del ordenador se había ido a negro. AHORRO DE LUZ. Miré a mi alrededor. La persiana también estaba echada.
Sí, me lo podía creer.
Ella continuó. Y yo creí adivinar su postura.
—En realidad se fue a pillar, ¿sabes? Todo este lío por su dichoso problema. Dos o tres gramos…
—No sé si eso es mucho… —dije yo.
—Parece que sí —dijo ella—. ¡Una barbaridad!
En ese instante nos imaginé a los dos en la sala de un quirófano, la luz blanca, los guantes de látex, las mascarillas. Anestesia local. Y el bisturí.
—Después, en el mismo sitio, se ha jugado una buena pasta al póker. La ha perdido, por supuesto. Y, ¿sabes?, me ha dicho también que encontró su estuchito en el cajón de la ropa interior, entre sus calcetines y calzoncillos. Que él mismo se los lavaba. Decía que así aún serían capaces de mantener cierta intimidad en el piso.
A medida que sus palabras invadían el espacio —y, créanme, lo invadían todo, absolutamente— me dedicaba a recordar el significado de las mismas, la mañana anterior, cuando por primera vez me había asaltado con la noticia de su desaparición. Yo había hecho alguna que otra broma sin conocer aún la gravedad del asunto: él podía estar tirado por ahí, en alguna cuneta, y yo mientras riéndome.
Ja-ja-ja.
Cité incluso el estribillo de una famosa canción de Peret.
«Lo más probable es que esté en algún bar perdido de carretera, ya sabes, alguno con palmeras y la palabra conejo enmarcada en letras de neón», escribí…
Al cabo de unas horas ella volvió a pronunciarse. Rubén había sacado dinero de la cuenta y, poco después, le habían encontrado en casa de sus padres, muy deprimido, completamente derrumbado, llorando.
—¿Me estás escuchando? —me preguntó ella.
—Sí, sí, sí… —Y estrellé la colilla contra el cenicero.
Pero no era cierto. De cuando en cuando miraba al frente para ver y no veía nada. Hacía un buen rato que el ordenador se había puesto en MODO HIBERNACIÓN.
Pensé en decir algo más, cualquier cosa, pero no supe el qué, y acabé callando. (Momentos que yo solía aprovechar para coger un portaminas y quitar la mierda que no dejaba de acumularse entre los botones del ratón. Tarea que hacía a conciencia, pero a menudo era en vano.)
Ella volvió a hablar:
—Haciéndose la víctima, responsabilizando a Carmen de alguna manera, que tenía que estar más pendiente de él, que si no… Y luego todo se arreglará, con perdones y regalos. ¡No te jode! Si me tengo que posicionar, lo tengo claro, me pongo del lado de sus padres. «Te va a arruinar la vida, hija.» Así se lo han dicho. ¡Por el amor de Dios! Si tú me hicieses algo así te dejaría en el momento.
—Yo nunca haría algo así. O sí. No sé… —dije y sacudí la cabeza, me encogí de hombros, saqué la lengua. Luego caí en la cuenta de que ella no podía verme.
—Más vale que no. Es una enfermedad de la que no te curas. ¿Quién quiere eso para sí mismo y los que le rodean? ¿Para su familia? La carga siempre es para ellos. Y el sufrimiento.
—No es tan sencillo —dije yo.
—Tal vez no —dijo ella—. Aun así es muy egoísta.
No la rebatí y dejé que siguiese despachándose a gusto, siendo abogado y juez. Al fin y al cabo, con razón o sin ella, parecía saber de lo que estaba hablando; ambos conocíamos nuestras propias adicciones, éramos presas de ellas, y se trababa de amarlas o amarnos, como agua estancada o ríos que fluyen libres entre las piedras.
O quizá ninguno de los dos entendíamos nada de nada…
Decidí encenderme otro cigarrillo y esperar a que acabase. La llama del mechero osciló tambaleante, de arriba abajo, un par de veces, iluminando el despacho y la pantalla negra del ordenador.
***
Al día siguiente, temprano, al poco de entrar a trabajar, le mandé un mensaje. Había pasado mala noche y prácticamente no había pegado ojo. Había estado dando vueltas en la cama, sobreexcitado, pensado en ella y en lo que no era ella. En su plan.
Escribí:
«¿Qué tal la noche de chicas?»
Ella:
«Bien. Se fue pronto. Sobre las once y media.»
Yo:
«¿Algo nuevo?»
Ella:
«No.»
Y zanjamos el tema.
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