Hacía mucho frío aquella noche. Los charcos de agua se convertían en auténticas pistas de hielo. De los árboles colgaban carámbanos en donde lo normal es que hubiera ramas y hojas. La carretera se encontraba en una situación peligrosa; no sólo por el hielo sino por su estructura vieja y poco cuidada por la administración gubernativa de aquella zona.

Era una zona siniestra toda vez que contaba la leyenda que corría como la pólvora en aquella población un tanto aislada del ruido de las grandes ciudades que allí pasaban sucesos de difícil explicación. Claro está que aquella población se había educado en las costumbres rurales y que poco o nada tienen que ver sus habitantes con los enhiestos, refinados y cultos oriundos de las grandes ciudades.

Él estaba sentado, como de costumbre en aquellos tiempos, en su bar preferido del barrio. Hacía ya tres años que perdió su trabajo de granjero por enfrentarse al capataz e intentar comenzar un idilio con la hija mayor del dueño de la granja. Lo cierto es que a la granja entró a trabajar desde muy pequeño cuando su madre enviudó y no podía hacerse cargo ni de él ni de sus otros siete hermanos. Fue entrando en el sistema de servicios sociales de la zona y tuvo que pasar por varios centros de acogida situados en la gran ciudad. Después cuando tuvo la edad de trece años tuvo la mejor de las suertes que un niño en su situación podía tener; una familia granjera de la zona donde se había criado le quería adoptar. Se presentó el dueño de la granja acompañado de su mujer. Entonces formaban una pareja joven y apuesta; vestían sus mejores galas y eran muy conocidos en la comarca de aquella región del país.

Él tuvo la oportunidad no solo de trabajar sino que tenía un maestro particular que le enseñaba a leer y escribir, así como a manejarse en los asuntos del comercio y del ganado. La verdad que de haber aprovechado mejor las oportunidades que le brindaban en aquella familia hubiera llegado muy lejos y no le hubiera sido difícil independizarse y formar una familia. Pero, lamentablemente su comportamiento indecoroso y sus dificultades a la hora de tratar a determinadas personas le llevaron por el camino de la perdición; no tardando en juntarse con lo peor de la zona emborrachándose día si y día también; cometiendo robos a los comerciantes e intentando en varias ocasiones allanar casas y asaltar tiendas. Era lo que se conoce comúnmente como un maleante conocido por las fuerzas del órden. Su ficha policial era variopinta.

Eran las veintiuna horas de aquella noche tan gélida y ya llevaba dos horas bebiendo whiskies como si no hubiera un mañana. A veces, depende de la afluencia de los habitantes del barrio al local, entablaba conversación divertida con los parroquianos pero esa situación para él era una perdición segura. Vociferaba como el que más. Zarandeaba a sus compañeros de barra y éstos hacían lo propio con él. Eran frecuentes las peleas entre borrachos en aquel bar. La zona estaba pasando una gran depresión en cuanto a las posibilidades de encontrar trabajo estable y eso hacía que familias enteras pasaran calamidades para poder alimentarse y cuidar a sus hijos y ancianos. Escaseaban las provisiones alimenticias y médicas en las tiendas y en la única farmacia que había en la comarca. Desde aquellos maravillosos y locos años de la abundancia económica donde la gran mayoría de los habitantes de la zona vivían cómodamente no se había vuelto a establecer el orden conocido como estado de bienestar que tanto se cacareaba en la gran ciudad.

Esa noche, por las circunstancias climáticas, el bar estaba desierto. A eso de las veintidós horas, entró en aquél antro para perdedores y candidatos a padecer cirrosis, un hombre bien vestido (la clientela de aquel bar no gastaba indumentaria elegante) y al hablar con el tabernero se le notó a aquel hombre, a parte de un acento extranjero, una refinada educación. Pidió un vaso de vino de categoría suprema y una ración bacon muy crujiente acompañado de dos huevos benedict con abundantes patatas fritas. Era un hombre corpulento pero no grueso. Usaba sombrero de ala ancha y un traje de raya diplomática de color azul oscuro casi negro. Portaba un maletín que estaba confeccionado con piel de cocodrilo de un color azulado. Al pagar la cuenta, sacó de su bolsillo derecho de su pantalón una cartera fabricada con el mismo material que su flamante maletín. Dejó una buena propina. Tanto el tabernero como nuestro protagonista vieron el fajo de billetes nuevos y relucientes que sacaba de su cartera de cocodrilo para pagar la copiosa cena que había degustado.

Al forastero le sonó el teléfono portátil de última generación que llevaba consigo. Jamás se había visto artilugio semejante en la zona en los últimos años. De la conversación se pudo observar los gestos casi imperceptibles del forastero y fue advertida por el tabernero y nuestro protagonista, el tono grave de su voz. Se diría que era una llamada de negocios y al parecer, negocios de mucha enjundia; de aquellos que te arreglan la vida de un plumazo. Aquel tipo bien podía ser un banquero, un abogado, un experto en impuestos y contabilidad o algo similar.

El forastero se fue del bar alrededor de las veintitrés horas. El tabernero y nuestro protagonista cruzaron sus miradas. Se conocían demasiado bien como para que les hiciera falta emitir cualquier tipo de palabra. El tabernero había tenido un oscuro pasado del cual no ha querido nunca dar explicaciones. Un buen día, apareció en la zona desempeñando trabajos de comerciante y estafador de baja estofa. Unos días era un trapero, otros ganadero de poca monta, otros días era un jugador de cartas y dados. Pero tuvo algo de suerte a la hora de entrar a trabajar en aquel bar de tabernero. Los antiguos propietarios de aquel bar eran dos hermanos muy mayores y quemados de aquel negocio que por cuatro cuartos le vendieron aquel antro.

Volvamos al relato de lo que pasó esa noche. El forastero salió por la puerta principal del bar y nuestro protagonista salió tras él. Al día siguiente, la zona estaba acordonada por la policía local y estatal. Había dos ambulancias aparcadas frente al bar. Una correspondía al hospital público de la comarca y la otra era un servicio sanitario privado fletado por los familiares del forastero. En el suelo yacía el forastero en medio de un gran charco de sangre corrompida.

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