Me acordé de mi (ahora) ex novia cuando me sirvieron el caramel macciatodel Starbucks, bien calentito, con mi nombre escrito y una sonrisa mal dibujada. Me habría matado si hubiese podido verme allí, mojándome el bigote con la espuma. Soy un capitalista repugnante, pensé, aunque ese pensamiento no era mío, sino de ella, que había trasplantado sus ideales a los míos después de tantos años juntos. Ahora, aunque no les hiciera justicia e incluso los parodiase, seguían aferrados a mi memoria.
Consulté el reloj y comprobé que todavía faltaba algo menos de veinte minutos para que saliera el tren. Tenía el tiempo justo para tomarme el café, pasar un poco de frío en el andén, y pelearme con los demás pasajeros para ver quién se subía primero. Maldita manía la mía, pensé, de tener que ser el primero en subirme a los trenes. ¿De dónde habría sacado eso? Probablemente algún trauma relacionado con mi madre. Cuando tenía algún problema, culpaba a mi madre. Era uno de mis deportes favoritos.
Dejé que las escaleras mecánicas me llevasen a mí y a mi café hacia el andén número siete y busqué un lugar tranquilo donde aliviar el peso de mi cuerpo. Encontré una columna muy sugerente y apoyé la espalda en ella. Crucé las piernas y miré a mí alrededor intermitentemente, buscando entretenerme durante un rato. La gente se movía, hablaba por teléfono, mandaban audios, y se ocupaban de sus propios asuntos. “No como tú, que te ocupas siempre de los demás pero no dejas que nadie se ocupe de ti.”
La voz de Natalia resonó con una fuerza pasmosa en mi cabeza y pensé, asustado, en la excelente calidad de la reproducción que se acababa de llevar a cabo dentro de mí. Casi podía saborear su tono y el timbre idénti…ATENCIÓN POR FAVOR, EL TREN CON DESTINO ****** VA A EFECTUAR SU ENTRADA EN EL ANDÉN NÚMERO 4.
El café cayó al suelo y derramó su contenido cobrizo sobre la línea amarilla que marcaba el límite permitido. Mi oído derecho pitaba como una locomotora desatada y mi cuerpo desarticulado todavía intentaba reponerse del susto. Un hombre de rostro serio se permitió una carcajada fría, contagiando a una mujer gordita que se encontraba sentada en un banco con su hija pequeña. Me froté el oído y me alejé de la escena de mi ridículo, rezando para que no me hubieran visto demasiados desconocidos. ¿A quién se le ocurre poner un altavoz tan cerca del suelo? Una buena bofetada es lo que se merece el genio al que se le haya ocurrido la idea.
Tres columnas después, asegurándome de que no hubiera un estúpido altavoz a la altura de mi cara, me senté en el suelo, solo y sin café, a esperar a mi tren. Me sentía estúpido y avergonzado. Empecé a preguntarme qué estaba haciendo, por qué estaba cogiendo un tren a casa, por qué pensaba que volvía a casa cuando estando en casa es cuando menos en casa me sentía, y me pregunté qué sentía la gente al tener un refugio al que volver. ¿Volver de qué? ¿De dónde? Parecía que volvía de la guerra, por dios. Acababa de terminar una guerra, sí, pero con una sola persona.
La cara de Natalia, llorando y agitándose nerviosamente, se me aparecía una vez más. La odiaba más y más cuanto más lloraba. “No puedes comprometerte conmigo porque no puedes comprometerte con nada. Nunca lo has hecho y te da tanto miedo que no te das cuenta de que no estás viviendo”, dijo ella, sollozando estúpidamente.
“Estoy viviendo perfectamente. Lo que no entiendes es que no quiero vivir contigo”, le había dicho yo, intentando herirla. Pero no lo había conseguido.
“Puedes irte adónde tú quieras, pero siempre va a ser igual, David. Eres una persona maravillosa y un gran amigo, pero eres como un niño pequeño, inmaduro y profundamente egoísta. Crees que la vida no tiene límites y que tú estás por encima de todo. Y eso es un error. No quieres vivir conmigo, pero tampoco quieres vivir contigo mismo. Necesitas un punto medio y eso nadie puede dártelo. Tienes que comprometerte en algún momento. Si no es conmigo, lo acepto. Pero comprométete con algo. Con cualquier cosa. Por favor.”
Ella no intentaba herirme y eso me hería profundamente. Salí dando un portazo absurdo y compré un billete para el día siguiente a mi ciudad. A casa. Bueno, a casa de mis padres.
Llamé por teléfono a mi madre para decirle que volvía a casa y que me quedaría durante un tiempo. “Ya lo has vuelto a estropear, ¿no?”, me dijo, impertérrita.
“No, mamá, no he estropeado nada. Todo está bien, me apetece estar unos días con vosotros, ya está.” Silencio al otro lado de la línea.
“Tú sabrás, David. Aquí estaremos. Voy a llamar a Nati.”
“Mamá, no llames a nadie. Déjala en paz”, le dije, enfadado.
Ya había colgado. Habría lanzado el móvil al suelo, con todas mis fuerzas, si no costase más que yo.
“No quieres comprometerte con nada. La idea te asusta terriblemente.” ¿Cuántas veces me había repetido mi madre esa frase? Y cuanto más la oía, más me dolía. Era más cómodo pensar que todos estaban equivocados al respecto.
Dejé de castigarme e intenté no pensar. Pero la frase resonaba en mi cabeza como una canción de navidad. Al otro lado de las vías, había una chica sentada en la misma posición que la mía. Miraba su móvil y sonreía. Era increíblemente bonita.
Al principio pensé que era una niña, pero luego me fijé mejor y vi que tendría mi edad, quizá algo menos. Era morena, de piel pálida y ojos grandes. A pesar de la distancia, pude ver que tenía unos labios grandes y rojos, y cuando levantó la vista del móvil y me miró fijamente, unos ojos azules claros como el cielo taladraron mi pecho. Dejé de mirarla demasiado tarde. La impresión que me había producido era tremenda. Cuando levanté los ojos vi que ella me estaba mirando con una gran sonrisa. Volví a mirar al suelo e intenté pensar qué hacer. Entonces me di cuenta de que no podía hacer nada. Ella estaba allí, al otro lado de los raíles. No tenía nada que perder. El efecto era el mismo que el que siente un niño tras la ventanilla del coche, sabiéndose protegido y a salvo tras el cristal. Levanté la vista y le sonreí como pude. Ella me saludó tímidamente y volvió a su móvil, pero yo ya no podía dejar de mirarla y me daba igual ser tan descarado. Ella debió notarlo y, tras unos instantes, guardó su móvil y me miró con la misma expresión. Nos miramos sin pestañear durante un rato. Entonces comenzamos a reírnos como tontos. Me sentía pletórico. Miré mi reloj y ella miró el suyo. Torcí el gesto y ella me imitó. Me reí con ganas. Entonces empecé a mover la cabeza al ritmo de una música inexistente y ella hizo lo propio. Me levanté del suelo, me froté los pantalones de la suciedad adherida y vi que ella hacía lo mismo. Me apoyé en la columna y crucé los brazos, fingiendo estar enfadado. Ella parodió mi gesto e hinchó las mejillas como una niña pequeña. Era tan bonita y adorable que guardé esa imagen como un tesoro. Intenté imitarla, pero le dio un ataque de risa y deduje que mi expresión no debía de ser tan adorable como la suya. Entonces empecé a saltar con una pierna y después con la otra, complicando la triste coreografía. Tras unos minutos, estábamos exhaustos y felices.
Entonces ella empezó a formar números con los dedos. Seis, cinco, cuatro…yo la imitaba, intentando adivinar qué nuevo juego estaba preparando. Pero ella negó enérgicamente con la cabeza y empezó de nuevo. Seis, cinco, cuatro…
El sonido del tren interrumpió nuestros espejos y vimos como su tren se acercaba a buen ritmo. El mío venía desde la otra dirección, pero apenas podía distinguirlo. La visión del tren me distrajo y cuando la miré de nuevo, pude ver que formaba los números a una velocidad alarmante. Espera, espera, le dije con las manos, y entonces ella formó los números más despacio. Seis, cinco, cuatro, nueve…
El tren se interpuso entre nosotros como un obstáculo insalvable y me quedé ahí, quieto, en la línea amarilla, como una estatua estúpida. Cuando el tren se paró, tras las dos ventanas que se interponían como enemigos entre nosotros, vi que tenía las manos en las caderas, sonriendo como una madre que pretende estar enfadada con sus hijos. Dio un paso adelante y se acercó al interior del tren.
“Nunca te comprometes, David. Tienes que dejar de tener miedo.” La voz de mi madre, de Natalia, de tantas otras que me habían reprochado lo mismo, el sonido de sus voces se deslizaba sobre mí como una lluvia gélida que calaba mis huesos. Puse las manos en mis caderas y di un paso adelante, cruzando la línea amarilla.
La sonrisa se esfumó de su hermoso rostro en un instante y negó con el pánico escrito en sus grandes ojos. Me fue fácil imitarla, aterrado como estaba, y negué a mi vez.
Mi tren se acercaba rápido como un instante mientras el suyo empezaba a ponerse en marcha. Ella negó con la cabeza y avanzó otro paso hacia el interior de su tren.
“Nunca te comprometes a nada, David. Vas a vivir con miedo toda tu vida.” Por una vez, pensé, por una vez voy a comprometerme. Por una vez voy a ser valiente y a dejar de tener miedo. Mi tren llegaba a la estación, fuerte, furioso, arrollador.
Mi nueva amiga se acercó al cristal, sonriendo, valiente, confiada, decidida. Su preciosa carita teñida del más hermoso de los compromisos.
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