Un gesto contrinto, semioscurecidas las facciones por un atardecer tardío, estival, que se cuela tímido a través de las cortinas de hule. La sangre agolpándose en las sienes, a borbotones, tamborilean dentro de un cráneo pelado, perlado de sudor. Corbata corinto con pinza de hueso sobre una camisa beige, deslucidos los puños, el cuello y los codos. Fuma un pitillo, tabaco negro, agrio, fuerte, con la misma delicadeza y pasión con la que desnudara por la noche, en la soledad de su memoria encharcada, a aquella muchacha que le sirviera los anises en el bingo, la sonrisa resignada de estudiante de entre horas. Suspira una especie de nudo de inpaciencia que parecía esquistado en la garganta mientras mira el reloj de su muñeca, empañado por un halo de vaho. Rasca con la cuidada uña de su dedo meñique, manicura de veinte euros, una imperceptible gotita de sangre que no pudo arrancar la apresurada ducha de la madrugada anterior y que pesa como si fuese de plomo. La chaqueta, un blazer negro discretito, como todo lo demás, revestido con cierta nostálgica elegancia pasada de moda, descansa perezosamente sobre la consola de pino de anticuario que preside el imponente hall, todo elegancia y buen gusto, de un señorial piso del centro, tercero interior sin ascensor.

Apaga la colilla en un cenicero de plástico barato, sesenta centímos de contaminante made in china, chuchería chabacana fuera de lugar, con la estampa soñolienta de un Arlequín ennegrecedio. Se pone la chaqueta y se sonríe en el espejo sin marco, metro noventa de sonrisa sincera y cariada, amarillo nicotina y cognac, pero sonrisa al fin y al cabo. Lleva ya un par de horas tratando de saborear de antemano la analgésica sensación de impunidad bíblica que le otorga el saberse buen feligrés, buen vecino, ciudadano y envidiable parroquiano de barra de bar de barrio. Ensaya por enésima vez el gesto de impotente plañidera, doliente pero impenetrable y dando una patada a la puerta, deja que el mundo se haga añicos bajo sus pasos, mocasín sin cordones, lustre de betún negro carbón.

La calle le recibe ruidosa, indiferente, fría ya bajo el último sol de principios de agosto. Hay sequía, incendios, corrupción, mendigos, putas y coches patrulla. Olor de besos adolescentes en los soportales guarecidos de los chivatos rayos de sol. Un camino conocido, mil veces trillado, veinte casas, tres calles, un parque desde el que se oyen los berridos inmortales de los niños, limpios todavía, sanos, frágiles pero indestructibles. Bosteza y vuelve a consultar su reloj, libre ya del peso de la sangre, a media vuelta de aguja, aún con tiempo de sobra. Frente a la puerta de cristal esmerilado del café La esperanza, desayunos y comidas, un muchacho sucio extiende la mano hacia un Dios inclemente que lo mira por encima del hombro. Cruza la puerta, socarrón, amo y señor. Pide anís y purito, saluda con la cabeza y tira varias monedas a la cantarina ranura de la máquina tragaperras. Perfecto parroquiano de domingo por la tarde, traje y funeral. Banquero, amigo de sus amigos, siempre que revistan importancia o abundancia, sale del bar con la palma extendida haciendo visera, la espalda atleticamente recta, apretando las costuras. La carretera difuminada más allá del rumor blanquecino de un asfalto en ebullición. Sangre de hombres, sudor y lágrimas. La vida puede esperar, ahora es el tiempo del Réquiem, piensa.

Saluda a un conocido, un leve guiño de sus ojos azul acero, impertinentes, lobunos, mientras palpa en el bolsillo derecho de sus pantalones chinos la pequeña pulsera de cuentas. Ositos y llaves, quizá metáfora de cuentos secretos que ya nadie tendrá la oportunidad de conocer, se dice. Las ambulancias se cruzan con los autobuses atestados de turistas sonrientes que sacan fotos con sus teléfonos móviles a una ciudad que en sus respectivas memorias no pasará de estampa de postal a mitad de precio. Jamón ibérico y cerveza de barril. El mundo en cuatro generalismos, visita guiada a la jungla de la que es rey autoproclamado. Aunque claro, ellos también llorarán a sus muertos. Otros dioses a los que pedir la misma mierda disfrazada de felicidad. Huele a incienso y mirra, contratos basura, hambre, cobro en diferido, muros fronterizos y francotiradores…el tiempo pasado siempre fue mejor y tal y tal, piensa mientras empieza a subir los desgastados escalones, cinco, piedra caliza y madera, de la iglesia de nuestra señora del socorro. Pero socorro ¿Para quién? Para quien ya no lo necesita repican las campanas, para quien ya no será más que un vago recuerdo el año que viene, cuando el verano vuelva para que los pobres sientan la falsa libertad de las vacaciones pagadas. O del paro…no soy tan malo, se sonríe, cara cincelada en piedra mientras se santigua con la diestra piadosa, de cara a un crucifijo con un cristo sangrante, sufriente…falsamente veraz. Un cristo que bien podría estar adornando la cabecera de la cama de cualquier puticlub de carretera, de esos que la España castiza conserva con vergonzosa autosatisfacción entre las fábricas de automoción, concesionarios oficiales y discotecas after hours. Antros de pachuli y lejía, papel floreado y dueñas y putas que se llaman Carmen o Pilar. Un Cristo, en fin, tan ajeno a lo que se cuece a sus pies, como él mismo, espectador inocente de un funeral más. La chiquilla del anís, piensa mientras se arrodilla, padrenuestro que estás… no parece la misma. Está quizá más blanca, los ojos apagados coronando un gesto a medio camino entre una sonrisa y un grito de dolor. Tal vez de sorpresa virginal.

A los quince minutos escasos, el aburriento le empieza a embotar los sentidos. Ha escuchado tantas veces ese mismo sermón, que ya no hay Dios que se lo crea. Bosteza con disimulo mientras pasea la vista alrededor. Todos parecen haber estudiado bien su papel. Hay incluso quien finge llorar llevándose una temblorosa mano a los ojos, delirium tremens post apocalíptico, fáciles de imitar un par de horas más tarde, viendo el partido del canal plus en el bar de la esquina. Tal vez cacareando en una mesa abarrotada de botellines vacíos, copas de vino y tazas de café con leche, los niños berreando de nuevo en el parque y en fin, piensa, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Un tema de conversación con el que amortizar las amistades.

No espera a saludar a la familia, le basta con un leve vistazo desde lejos, cruzando la calle, respirando de nuevo el aire viciado, contaminación y barbarie. Ahora se acercará de nuevo al bar, quizá a tomar un crianza con algún compadre, el alma ligera como una pluma, vacía de nuevo…unos días de asueto hasta que la necesidad aninal golpee de de nuevo a su puerta y el lobo feroz encuentre una caperucita, siempre diferente pero siempre igual, que le abra las puertas de una nueva visita funeraria. Domingo, traje etc.

-Mira hija -escucha a sus espaldas sobre el ruido, la música y el humo – ese sí que es un buen partido.

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