“… ¿Sabés cuál es tu miedo Fede?, el mismo que tenemos todos… el miedo a la mediocridad…”
Texto dedicado a todos aquellos que se encuentren caminando por ahí, sin saber aún por qué, ni para donde. Producto de una charla con un sabio amigo veinteañero, de quien no pude pasar por alto una frase tan sencilla, pero a la vez tan cierta, que da miedo.
Advertir acerca de la existencia de fantasmas y demonios, comiéndose nuestras cabezas, no supondría nada nuevo. Sin embargo, hablar de mediocridad, en torno a los más profundos miedos personales, sí nos pone en la obligación de indagar en lo oculto de nuestras propias miradas: las que nos hacemos sobre nosotros mismos, las que sobre nosotros otros se hacen y, lógicamente, las que sobre los otros hacemos.
Se hace muy difícil hablar, ya que difícil es discernir cuándo realmente estamos hablando de otros, o bien no reconociendo las falencias propias. Así de complicado resulta ser el derrotero de las mediocridades. Todo está en el miedo a la mediocridad, porque todos y cada uno de nuestros actos conviven con las almas de esta desgracia. Siempre estará. Ya sea por acción u omisión. Y es que la paradoja del mediocre consiste en que, probablemente, cuando apuntemos con el dedo, señalando a alguien más, en tanto acreedor de la mediocridad, estemos en realidad generando un mecanismo de autodefensa, es decir tirando nuestros karmas sobre los demás. Por lo que somos espíritus perfectibles, más nunca perfectos, muchísimo menos en todo lo que hacemos, todo el tiempo. Y no querremos nunca que se hagan visibles nuestros puntos débiles.
Podemos plantear una suerte de analogía entre la mediocridad y la culpa, ya que en ambos casos, pretendemos salvarnos refugiándonos en el otro, en los otros, nunca en uno mismo. Paradójicamente, vencer los hilos que estos monstruos tejen al interior de nuestros suelos, implica valerse de uno mismo, para saber cómo y cuándo elevar esa tan dificultosa auto convicción. Permanentemente queremos desligarnos de cualquier acto que pueda tildarnos de medio pelo, o de actor de poca monta. Será por eso qué, vivimos buscando las culpas afuera. Quizás, el principio del camino a la victoria esté en hacernos cargo de que, muchas veces, la mediocridad que creemos ver en el otro, es en definitiva, la que reposa oscura, sobre nuestras propias conciencias.
La única que nos queda, en tal caso, es mantener el permanente movimiento. Solo mediados por nuestras propias iniciativas venceremos todo atropello de las mentes; propias y ajenas. No significa esto que dejemos de caer en lo profundo de cualquier angustia renaciente. Aun cuando nos definamos por ese invariable caminar, tendremos que hacerlo sabiendo que el miedo de los merodeadores se posará sobre nuestras espaldas, como quien quiere clavar una daga. Y es justamente en ese momento, que no podrán detenernos, ya qué, la sangre que fluye por nuestras venas, no será de nadie más que de nosotros mismos.
Recuerdo allá por el 2005, transitar entre boinas del che Guevara, junto con colegas estudiantes de Sociales y al hacer algún comentario, en referencia a una leve empatía, respecto del Gobierno de aquel entonces, se me tildó de muchas cosas entre ellas de keynesiano, acto seguido se me explicó enfáticamente que eso que veía yo bueno, representaba solo un “mal menor… “, “cambiar algunas cosas para que en definitiva no cambie nada…” Ya que Marx, lo había dicho en uno de sus libros, de hace ya casi 200 años (libro que, dicho sea de paso, bien había leído y que entre otras cosas había sido escrito con anterioridad a Keynes). Entendí que en algunos casos uno puede disponerse, por una causa, a guardar hasta la tumba, y en silencio, cualquier cosa que pueda quizás gustarnos por afuera de ciertos principios de los que nos creamos dueños, jamás diciendo nada que pueda alertar nuestros más pequeños círculos íntimos, a pesar de sabernos de espíritu crítico. Todo en oposición a quienes puedan pinchar con un comentario que, más allá de su veracidad o no, no se encarrile dentro de los parámetros ortodoxos a defenderse. O estás adentro del egoísmo social, o serás, más bien, una mentira sin falacias.
Todos lo sabemos todo, porque todos opinamos todo, permanentemente. Todos sabemos enseñar las culpas, obviamente, en referencia a otros, nunca empezando por uno mismo. Y valiéndonos, para ello, de ventanas que nos abre el sistema, gritándole al mundo todo lo afuera que, de ese mismo sistema, se supone estamos. Por el otro lado, los tristemente célebre Autobombo-Facebook, a manos de los mismos intérpretes, esos recientes críticos del afuera que, lejos de movilizarnos por sentimientos autocríticos nos vemos en la obligación de mostrarnos en tanto grandes cocineros, enormes deportistas, conocedores de la noche o, por caso, siempre al pie del cañón, en todo movimiento social que permita la foto que dé nuestros dotes transgresores.
Tan importante parece ser lo que hacemos o dejamos de hacer en lo cotidiano, que termina por confundirse lo público de lo privado. De esta manera, terminamos también por ser funcionales a una lógica, a partir de la cual, entre otras cosas, nos reconocemos en la importancia de definir, por ejemplo, temáticas de carácter público como la política, a partir de las vidas privadas de sus protagonistas y no en definitiva de sus respectivas labores. Entiéndase: La hermosa y dulce niñita del Presidente o; la “vergonzosa” relación de amoríos del candidato opositor. Estamos hoy asistiendo al triunfo de la discusión de las formas, por encima del mensaje en sí. Por ejemplo: es mucho más fácil caer en la cuenta de que mostrar las tetas al aire, termina siendo el foco de discusión más importante, comparado incluso con el histórico desenvolver de las luchas feministas y todo lo que de ello pueda desprenderse.
En esto de mezclarnos entre la masividad frenética de lo que se dice, terminamos cayendo en una vorágine, de la cual, no pasamos por advertido el desconocimiento con el que muchas veces se habla. Cuestiones de las que nos parece muy fácil exponer un remate, no obstante, sin siquiera llevar lo debatido a su correspondiente contexto. Simplemente trayendo a la charla latiguillos preexistentes, como para coronarnos en tanto protagonistas innecesarios de causas mayores.
Porque de eso se trata, de pelear contra todas nuestras mentiras jamás contadas. Aunque no sepamos de que hablar, siempre tendremos algo para decir, porque en nuestras cabezas somos los únicos protagonistas de las palabras recitadas por nosotros mismos, aun cuando nadie nos esté escuchando.
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