Hacía poco tiempo que Héctor Acosta se había mudado a aquel apartamento. Aún recordaba la mudanza. Fue un maravilloso día de mediados de enero; uno de esos días que amanecen con un sol que no calienta y, sin embargo, es brillante y resplandeciente. Estaba feliz de despedirse de aquella casa de alquiler que tan mala suerte parecía haberle traído en los últimos meses. Se mantuvo incluso contento cuando el azul celeste del cielo de aquel día tan radiante, viró hasta adquirir el color plomizo que presagiaba una clara tarde de tormenta. Aún así, las negras nubes no pudieron con la felicidad que lo invadía y que, por el contrario, se mantuvo intacta.
El día terminó frío y desapacible, con el ruido del viento golpeando furioso contra las ventanas y el murmullo de las gotas de lluvia dejando gruesos arroyos de agua a su paso sobre la superficie del límpido cristal. Oscureció antes de tiempo, y Héctor se alegró de poder encontrarse ya en su propio apartamento, a unos veinte minutos del centro de aquella ciudad que lucía gris bajo la luz de la tormenta.
Su nuevo hogar no era muy grande, pero espacio no le faltaba a una persona que vivía sola y que quería que eso permaneciese así durante mucho tiempo. Tenía un cuarto de baño completo, una pequeña y funcional cocina, un acogedor salón, una habitación que había transformado en su despacho y su dormitorio. ¿Qué más podía necesitar? Absolutamente nada. Su antigua casa tenía habitaciones de sobra, habitaciones que ni siquiera usaba, y siempre estaba llena de gente que quería quedarse a dormir, pasar la noche o celebrar fiestas y reuniones sin tener, obviamente, que quedarse después a recoger nada. Era impresionante ver lo ocupados que estaban todos siempre, por supuesto.
Su nuevo hogar, en cambio, le resolvía ese problema de raíz, ¡sí! ¡Bien por Héctor! Aunque más de uno iba a echarlo mucho de menos, de eso estaba completamente seguro.
Su recién adquirido piso no era muy grande, pero sí amplio… y confortable, luminoso, cómodo, sencillo, agradable… Lo que más le gustaba a Héctor era su nuevo dormitorio; con el espacio adecuado para cada mueble y cada mueble en su apropiado lugar. Una cama grande aunque fuese para él solo (la mayoría de las veces, claro), una pequeña mesilla de noche donde dejar sus llaves, su reloj… y poder apagar aquel maldito aparato llamado despertador, una cajonera rectangular de igual color a la mesilla para guardar calcetines y algo de ropa y, por supuesto, el armario empotrado, más grande incluso que el que había tenido hasta ahora.
Todo era perfecto, sí; esencialmente perfecto.
Si no llega a ser, claro está, por la chica que había dentro del armario.
Héctor se había mudado para dejar atrás problemas, preocupaciones y mucho ruido exterior, y al llegar a aquel lugar que se le antojaba idílico, según su parecer, no esperaba de ningún modo, darse de bruces con el escalofriante hecho de que una chica se encontrase en el interior de su armario. Héctor nunca la había visto, de hecho había tenido que transcurrir bastante tiempo hasta que su atención había logrado recaer, al fin, sobre ella. Pero ahora no podía pensar en ninguna otra cosa.
Uno siempre abre su armario para vestirse o guardar o coger o buscar algo de ropa, y espera, claro está, que cuando lo cierra todo quede igual, tal y como lo ha visto todo al abrirlo. Pero un buen día, Héctor se percató de que aquello no siempre tenía porqué ocurrir así.
Un buen día, tirado sobre el confortable colchón de su gran cama, después de venir del trabajo y ducharse, se encontraba mirando al techo y pensando en nada cuando de repente se empezaron a escuchar unos discretos ruidos procedentes de su armario. Unos susurros sin importancia.
Al principio no le preocuparon, al fin y al cabo y como acabamos de decir, Héctor acababa de salir de la ducha y había guardado los vaqueros y la camisa negra que había llevado durante todo el día en el armario. En fin, es normal que una prenda mal colocada sobre una percha se vaya resbalando y se deslice hasta caer, eso le pasa a cualquiera.
¿No?
Lo que ya no es tan normal es que uno abra el armario para ver qué es lo que está a punto de caerse y se encuentre con la existencia de un perfecto hueco entre la ropa colgada y los zapatos que se encontraban ordenados sobre el suelo del armario y que antes, no estaba ahí.
Por supuesto, no había ni rastro de que prenda alguna se hubiese caído.
Y, aquello, sí que comenzó a resultarle extraño.
Y entonces fue ahí, justo en ese instante, donde Héctor descubrió la existencia de la chica; y lo que podía ser aún peor: la chica se vio descubierta por Héctor.
A partir de aquel momento, Héctor comenzó ya a prestarle especial atención a los ruidos insignificantes que procediesen de su armario; teniendo incluso que pasar horas y horas en silencio y sin hacer el más mínimo ruido en varias ocasiones, para conseguir oír algo. Pero, invariablemente, siempre que escuchaba algo y se precipitaba para abrir el armario, un perfecto y sospechoso hueco aparecía delimitado en su interior, como si dibujase el negativo de una silueta donde segundos antes, se debería haber encontrado algo.
Aquel hecho comenzó a ponerlo nervioso, y es que cualquiera no se inquieta en semejante situación, ¿verdad? La inquietud que sentía pasó a ser recelo, para transformarse posteriormente en temor, metamorfosearse en miedo y dar lugar, poco después y de manera inevitable, a una situación de auténtico pánico. Todo como una sucesión de emociones de lo más natural.
Héctor no sabría poner bien los límites entre ellas, ya que no alcanzaba a recordar con suficiente precisión cuando había dejado de sentirse nervioso y había decidido que pasar miedo era aún mejor.
Aunque bueno, no sé, quizá Héctor haría una especial mención a aquel día en el que, decidido a sentarse justo en frente de su increíble armario empotrado de madera de roble, con puerta corredera y de persiana para poder ventilar las prendas; una puerta que solo reflejaba la oscuridad que preñaba su interior… hasta que se escucharon de nuevo aquellos ya molestos ruiditos deslizantes y Héctor descubrió con estupor aquellos brillantes ojos desde el fondo del armario.
La sangre se le heló en las venas a pesar de aquella mirada ardiente, ya que lo único que Héctor podía vislumbrar entre las rendijas de la puerta corredera de su armario eran aquellos dos ojos llameantes que lo miraban sin pestañear.
Pero bueno, todo podría haber transcurrido de manera sencilla, ¿no? Un hecho aislado que uno podía sobrellevar, vivir con ello, olvidarse… o procurar dormir en el despacho.
Héctor no quiso investigar qué o quién era la dueña de aquellos ojos de fuego, así que su mente decidió por él, sí. Y su decisión fue que Héctor nunca había visto aquel par de ojos observándolo tras la puerta de su armario.
Sin embargo, por mucho que su mente se negase a recordarlo, una vocecita irritante sí se recreaba siempre con las mismas palabras en cuanto Héctor se descuidaba, encontrándose con la guardia más baja. “Sí, lo sabes, lo sabe… ella te vigila desde el fondo del armario…”
Y finalmente llegó una vez, en la que la chica se cansó (o aburrió) e hizo algo más que dedicarse a mirarlo. Y la puerta del armario empezó a temblar. Primero sucedió de manera muy tenue, pero inmediatamente comenzó a temblar y a moverse, hacia delante y hacia atrás, bruscamente. Como si la dueña de aquellos ojos quisiese escapar y prenderle fuego a la habitación con su mirada.
Héctor sintió el miedo – terror – pánico invadiéndolo todo desde las profundidades de su cuerpo y dejó lo que estaba haciendo para saltar sobre la cajonera, abrir el primero de sus cajones, sacar la llave del armario y abalanzarse sobre su cerradura para impedir su huida, o su salida, o su invasión al mundo real.
El corazón saltaba en su pecho. Mejor dicho, ¿saltaba? ¡Bailaba y daba brincos como si se estuviese volviendo loco! O quizá le estaba dando un principio de infarto, vete tú a saber. Él sí que era verdad que no sabía nada. Nada de nada.
Aún tenía la espalda apoyada sobre la puerta del armario que acababa de bloquear, notando como su pecho danzaba arriba y abajo acaloradamente mientras el sudor le resbalaba por toda su desencajada cara, cuando sintió de forma inesperada, aquella fría caricia recorriendo su espalda.
Lanzó un ronco grito mientras se precipitaba hacia delante con la piel completamente erizada. Pero sus ojos sólo alcanzaron a apreciar la nubosa visión de lo que le parecieron unos finos y largos dedos oscuros.
Cayó hacia delante en su torpe huida y continuó gateando hasta llegar a la pared que se encontraba frente al armario. Se incorporó apoyándose en ella mientras resoplaba agitadamente. Pero un nuevo ruido lo hizo volverse de nuevo con suma lentitud.
La llave.
La llave del armario giraba irracional y parsimoniosamente en su cerradura. Y así continuó, sin prisa alguna; hasta caer con total tranquilidad sobre el frío suelo de mármol blanco, acompañada de un ruido metálico.
Tras unos segundos, en los que Héctor no se percató ni siquiera de que no respiraba, sus ojos, abiertos como platos y resaltando como un par de lunas sobre su pálido rostro, pudieron apreciar cómo se entreabría la puerta del armario mucho antes incluso, o eso le pareció a él, de que ésta emitiese un ahogado chirrido.
Y unos largos y finos dedos, oscuros como la noche, salieron desde el fondo del armario para cerrarse sobre el canto de la puerta.
Aquello era del todo irracional, por supuesto, ¿quién podía a pensar siquiera lo contrario? Pero el temblor de las piernas de Héctor sí era real; y el continuo bombeo de su corazón en las sienes, también. Sin embargo, él no paraba de repetirse de manera inconsciente que aquello no estaba sucediendo, pasando, ocurriendo…
Y mientras él buscaba nuevos adjetivos para aquella situación de locos, solo existía un hecho que era irrefutable.
Y ese hecho era que la puerta del armario, del armario de su cuarto, de su armario; terminó de abrirse con extraordinaria lentitud.
No tuvo ni tiempo de hacer más nada, o de encontrar una mejor explicación, o de continuar buscando nuevos sinónimos.
Porque el fondo negro del armario salió, sí. Y tiñó también de ébano las paredes de su habitación.
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