Cuenta la leyenda que, en una era difícil de emplazar en la historia, existió un reino gobernado por un monarca sagaz y ecuánime. Su padre, tras una muerte sospechosamente prematura, había legado a su único heredero una tierra baldía, un pueblo hambriento e insatisfecho y decenas de sombras sin rostros acechantes en la oscuridad. La semilla de una incipiente guerra había empezado a germinar entre ciertos círculos de nobles, más interesados en los incuestionables beneficios que dichas lides ocasionarían a la minoría poderosa que en el alto precio que el pueblo llano habría de pagar. Una guerra se atisbaba en el horizonte y una amenaza de insurrección se cernía sobre la recién estrenada corona. De todos era sabido que hacía años que el verdadero gobierno no pertenecía a la realeza, cuya cabeza visible no era más que una marioneta bailando al son de los designios de los poderes financieros. Pero el nuevo rey, de naturaleza fuerte y pertinaz en sus convicciones, no sucumbió a las presiones ejercidas ni a los sibilantes susurros que tornaban el aire nebuloso a su paso. Una gran capacidad de liderazgo unido a su inquebrantable arrojo, cualidades de las que careció su malogrado padre, le llevaron a granjearse el aprecio del pueblo y la lealtad de pilares importantes del reino. Así, supo sortear el conato de levantamiento con mano izquierda y sin derramamiento de sangre. Con el paso del tiempo las voces insurrectas acabaron por silenciarse y una nueva era de paz y esplendor hizo renacer al reino.

Pero si en el contexto político las aguas habían vuelto a su cauce, en el plano más mundanal unas turbulencias inesperadas hicieron zozobrar el barco de su honorabilidad. Todo hombre se ve obligado en su vida a lidiar con alguna debilidad y el rey, como mortal que rendía sus cuentas a los mismos dioses que el más humilde de los siervos, no fue una excepción. La flaqueza del monarca era plebeya y tenía curvas de mujer. Muchas fueron las noches en las que ambos sucumbieron a sus instintos más primitivos a sabiendas de la imposibilidad de su amor. Y ninguno de ellos, jóvenes e inexpertos en asuntos del corazón,fue capaz de prever las consecuencias de su idilio carnal.

Con la certeza de la preñez decidieron de manera conjunta dar por zanjada aquella relación tan contraproducente para ambos, limitándose el rey a observar desde lejos cómo las redondeces de la chica evidenciaban cada vez más el fruto de su semilla. El instante del alumbramiento entrelazó en un soplo de aire los dos momentos de la vida que todo ser humano experimenta sin excepción: el nacimiento y la muerte. Vivir la pérdida de su amada desde la distancia le hizo comprender que la ley de la razón debía estar siempre por encima de la ley de los hombres y, así, decidió reconocer al pequeño varón como su hijo a ojos de todo el reino. Hubo quien intentó aprovechar el anuncio para desacreditar al rey, ya que los resquicios de rencor son siempre muy difíciles de erradicar y aún quedaban ascuas ardientes en algunos de los corazones de aquellos que quisieron derrocarlo. Pero el pueblo, que cuando se mantiene unido es el que en última instancia tiene la capacidad de maniobrar, decidió darle su bendición.

La vida continuó sin mayores contratiempos y poco tiempo después el rey se desposó con la que terminaría convirtiéndose en su gran amor. Fuerte, justa y comprensiva, aceptó al primogénito de su marido como propio y así lo trató incluso tras la llegada de la única hija que la pareja engendraría. Hermano y hermana se criaron conociendo cuán diferente había sido la llegada al mundo de ambos. Pero ellos eran niños felices que crecían, jugaban, reían; niños que se peleaban por un juguete y al momento siguiente maquinaban juntos alguna travesura; niños libres de prejuicios y de las enormidades de la vida… Eran niños y hermanos; todo lo demás no importaba.

Pero con el paso de los años ocurrió lo que es inevitable: los niños crecieron. La llegada de la madurez conllevó la pérdida de la inocencia y los hermanos empezaron a ver el mundo y la vida con ojos de adultos. Se plantearon cuestiones que hasta entonces habían sido irrelevantes; el presente se convirtió en algo insuficiente y sus miras se posaron en el futuro. Sus vidas comenzaron a girar exclusivamente en torno a metas que habían de alcanzar, en propósitos cada vez más ambiciosos en los que debían dejar de lado afectos y conmiseraciones. Y no tardaron en ser conscientes de una certeza absoluta: un día su padre moriría y la corona habría de reposar en la cabeza de un nuevo monarca. Y tal evidencia les llevó al planteamiento de la consecuente pregunta…, ¿quién heredaría el trono? Según la ley, el heredero debía ser el vástago primogénito de los reyes, pero en circunstancias tan especiales como las de los hermanos la interpretación entró a jugar un papel decisivo a la hora de decantarse hacia un lado u otro. Ambos se sentían legitimados para reclamar la corona; él, por ser el mayor y haber sido reconocido como hijo carnal del rey y adoptivo de la reina; y ella, por ser la única descendiente engendrada por el matrimonio real.Las suspicacias empezaron a instalarse en sus corazones y las ansias de poder les nublaron la mente. El respeto y el amor fraternal, pilar en el que se había apoyado su relación desde que tenían uso de razón, se convirtió en cosa del pasado. Ambos empezaron a distanciarse, a vigilar los movimientos del otro. Cualquier nimiedad era objeto de disputa. Empezaron a plantear al rey opciones radicalmente opuestas sobre el rumbo que debía seguir el gobierno. Pero había algo en lo que sí que optaron por un camino casi idéntico: su actitud hacia los problemas se volvió belicista, vengativa y radicalmente cerrada al diálogo.

Pasaron años de crudos enfrentamientos entre ambos, vigorizados por las propias gentes del pueblo, que optaron por apoyar a uno u a otro; familias completas se dividieron por esta razón. A tal punto llegó la situación que los propios generales de las tropas tomaron parte en la disputa, acabando por dividirse el ejército en dos bandos enfrentados.

Los reyes, ancianos ya, veían entristecidos cómo el ansia de poder había acabado con tantos años de paz. No reconocían a sus hijos en aquellos seres atormentados en los que se habían convertido y eran conscientes de que la batalla final entre sus vástagos estaba a punto de llegar a su fin. Y era una lucha abocada al fracaso, porque sin importar quién de los dos quedara en pie, todos habrían perdido.

Sumida en una profunda desesperación, la reina acudió al más poderoso hechicero del reino para pedir ayuda.

—Haz que mis hijos se vuelvan a amar.

—Mi señora, el amor y la muerte sobrepasan el poder de acción de la magia. No existe sortilegio alguno que obligue a dos personas a amarse. Aun así, hay alguien que tiene la llave que abre el más cerrado de los corazones.

—¿Quién? Dime quién es esa persona.

—Encontrarás la respuesta a tus súplicas en dos niños de corazón puro.

La reina, henchida de esperanza por las palabras del hechicero, mandó buscar en cada casa, en cada familia, entre los huérfanos… Los interrogó, registró sus posesiones en busca de no sabía muy bien qué, los envió uno por uno en presencia del brujo, pero nada surtió efecto. Desolada, mandó llamar a sus hijos a palacio.

—Soy vuestra madre y como tal os ordeno amaros.

No hubo respuesta. Hermano y hermana salieron de la sala sin cruzar una palabra y ni tan siquiera una mirada. La reina, rota de dolor, dirigió su frustración hacia su esposo, que hasta entonces había sido testigo mudo de sus acciones.

—¿Y tú te haces llamar rey? ¿Cómo puedes estar ahí parado sin hacer nada? ¡Debes obligarlos a amarse, es tu deber como monarca y como padre!

—Únicamente el corazón tiene poder sobre el amor —fueron todas sus palabras antes de salir de la sala.

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Las huestes mantenían sus posiciones, quietos, expectantes ante la voz de mando que diera la orden para comenzar la batalla. El relincho nervioso de algún caballo contrastaba con los rostros impertérritos de sus jinetes. Infantería, caballería, arqueros…, todos dispuestos a avanzar derechos hacia la victoria o la muerte. Miles de personas luchando a ciegas por las ambiciones personales de un único hombre y una única mujer. Familias enteras se deshacían al posicionarse sus miembros a un lado y al otro del campo de batalla, dispuestos a sacrificarse por ajustes de cuentas ajenos. A la cabeza de la primera línea los dos hermanos, frente a frente. Avanzaron a lomos de sus caballos hasta encontrarse a mitad de camino entre los dos ejércitos. Incluso en la guerra existían unas malentendidas normas de honor que obligaban a sus líderes a saludarse y mostrar sus respetos instantes antes de usar todas sus armas para masacrarse mutuamente.

El rey, junto al hechicero, observaba desde lo más alto de la torre de palacio a los dos ejércitos. Durante un segundo ambos se miraron, sin pronunciar una palabra, y seguidamente clavaron la vista en los dos jinetes que rompían las filas.

Los hermanos bajaron de sus monturas y dieron un paso al frente. Justo cuando empezaron a tender sus manos, el sonido más extraño que se podría esperar escuchar en un campo de batalla les hizo girar la cabeza a un lado. Dos niños de escasa edad jugaban y reían sentados en el suelo. El varón era un poco mayor que la fémina. Una expresión de extrañeza se leyó en el rostro de los adultos. Sin apartar los ojos de los pequeños, la mujer se agachó y extendió el brazo para tocar a la niña, pero esta se deshizo en humo y ambos desaparecieron de su vista de la misma manera en que habían aparecido. Tras la visión los dos hermanos se miraron a los ojos y poco después regresaron a sus monturas. Cabalgaron de nuevo hacia sus tropas, pero una vez llegados a la primera línea no pararon, siguieron adelante a través del camino de soldados que se iba abriendo a su paso a medida que avanzaban hasta dejar atrás el campo de batalla. Los murmullos empezaron a surgir tras los primeros instantes de confusión. Sus líderes se marchaban; no habría guerra.

El hechicero dejó solo al rey en la torre. Su trabajo estaba hecho.

—Hiciste que volvieran a amarse.

El rey se volvió para encontrarse de frente con su esposa. Ella contempló su rostro y se sintió orgullosa del hombre con el que había compartido su vida.

—No hacía falta. Solo necesitaban recordarlo —contestó el rey.

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