Su barba y su melena expuestas al viento evocaba la fiebre del deseo. Ojos grises, un metro ochenta de estatura, manos grandes, hombros de nadador y labios perfectos para comerlos. No le faltaba detalle para dejar con la boca abierta a cualquier mujer que se pusiera en su camino. Sólidamente documentado tenía una verborrea efímera y contundente. Lo conocí en Buenos Aires al tropezar con él en el aeropuerto en busca de mi maleta. Caminaba rápido delante de mí. Me pisó con descuido, se disculpó y el iris de su hermosura se clavó en mi pupila para no separarnos jamás.

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