Su barba y su melena expuestas al viento abrían el camino por los bosques austríacos. Llegaba el final del viaje y sabíamos que teníamos que regresar a casa. Quizás por eso, llevaba la última hora refunfuñando.
Nos sentamos en la orilla de un riachuelo que traía el agua de la montaña, el agua más fría que había sentido nunca antes.
Durante un rato te miré y dije:
––Barbas, nos hemos perdido. No vamos a llegar al autobús ni a los lagos.
Tú reíste y contestaste:
––La vida no son sino viajes encadenados y nosotros, los lagos del fin del mundo.
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