Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón ––pensé con decepción contenida–– mientras la cola de facturación del vuelo a La Habana se desvanecía por momentos y, con ella, mis expectativas afectivas de los últimos meses.

Los vuelos internacionales se habían cancelado por la crisis del covid-19, el maldito virus que se había interpuesto entre nosotros. Nunca el destino me había jugado tan mala pasada.

Mi matrimonio se había convertido en una rutina, y este viaje suponía mi pasaporte hacia una felicidad que nunca había conocido. Volvería a casa con ella. Siempre había pensado que era una buena esposa.

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