Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón con un cigarro puro en su otra mano, contemplando el atardecer de La Habana. Su imagen el reflejo de la que años después decoraría las paredes y camisetas de miles de jóvenes ansiosos de libertad alrededor de todo el mundo: la frente alta, la mirada soñadora y orgullosa fija en el horizonte, la gorra que apenas podía contener los mechones de su cabello largo y desgreñado. Al día siguiente partiría para Bolivia a continuar su lucha y, sin saberlo todavía, hacia los libros de historia.
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