Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón, y habría cumplido. Durante años enfrasqué mis ahorros como voto al gobierno de mi imaginación. En cada depósito me ilusionaba la sonrisa de Paco, sus suspiros, y el modo en que sus brazos de alas bosquejaban las playas.
Cada vez que apilaba las monedas, él sonreía, revolvía el mate cocido como si la taza fuese una copa, y practicaba el gesto superado de buscar el horizonte.
Para tranquilizarme, y cada vez que el agua nos acorralaba, sentenciaba que las brazadas del río durante la sudestada eran incapaces de abrazarlo.
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