El veintidós ya es historia. Aún discuten si el viejo intentó suicidarse o si fue embestido, mientras la lluvia cae sobre una ciudad que exuda nostalgia.
Entro en un auditorio buscando guarecerme. Berthe Trépat toca el piano para un solo espectador; pudiera asegurar que ese hombre estuvo de fisgón en el accidente. Al finalizar la obra, invito a Berthe a perdernos en otros capítulos, a deambular por un París que siempre me resulta ajeno. Pero el hombre se acerca, tomándola de una mano. Ella jadea su nombre: «Horacio», y el tipo me increpa.
—Amigo, retírese. Esta novela no le pertenece.
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