Te regalé una bonita sonrisa de Joker, que apareció de improviso al otro lado del espejo. Me aseguré de que no pareciera un gesto desteñido, al que tu pudieras temer cuando la mueca se desvaneciera.
Confirmé con alivio que eras la misma de ayer; la que miraba sorprendida por el rabillo del ojo, siendo juez y parte en disputa. La sonrisa se congeló en mi rostro cuando descubrí que éramos la misma persona.
Y esa chica que dibujaba alegría con la boca entreabierta, acabó convertida en una estatua de sal.
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