Pensé mientras el coche se lanzaba contra el muro que menos mal que la velocidad era mínima. La «L», sujeta con dos ventosas en el cristal trasero, me avergonzaba tanto que conducía encogido. Las bocinas de los otros coches me hacían saber que mi «rapidez» de crucero les molestaba profundamente. Sus insultos no me dolían tanto como el chichón que me provocó el fuerte golpe contra el salpicadero. Había leído alguna vez que la gracia no estaba en llegar a Ítaca. Disfrutar del viaje era lo importante. Con setenta años y una «L» chivata, el viaje finalizó antes de comenzar.
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