Pensé mientras el coche se lanzaba contra el muro, que la vida era muy corta para ser vivida entre suspiros. Y en esa milésima de segundo, cuando mis huesos empezaron a crujir, con la sangre fluyendo a través de mi boca, recordé por qué quería seguir respirando este aire contaminado. Más valían cien infiernos, que no hallar el cielo.
Por eso, cuando desperté a la mañana siguiente, decidí coger el metro. No me sentía con fuerzas de conducir. Sin embargo, una vez en la parada, continué andando. Es más seguro vivir sin prisa, me dije.
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