Lástima que no haya billetes para maniquíes.
¿O tal vez sí?
Pienso mientras veo a todos esos hombres trajeados que corren en el metro mientras se apresuran a consultar el teléfono.
Se empujan, gritan, no hay sitio para todos y el tren se va lleno ante las blasfemias de quienes no han podido subir a tiempo.
La melodía que anuncia la siguiente parada me hace despertar del trance en el que el traqueteo del metro me sumerge cada mañana.
Me arreglo el nudo de la corbata y bajo corriendo del vagón. La reunión empieza en 20 minutos.
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