Lástima que no haya billetes para maniquíes. Eso dijo, el infeliz. Y el odio creciente, ulcerante, que sentía por su marido le hizo arder el estómago.

La rígida muñeca de ojos azules le recordó a su prima Rebeca, con quien la engañó cuando vino a visitarlos en el verano del ’87. La imagen de ambos en el piso le latía en las sienes.

Quiso desprenderle la cabeza, correr hasta el Pont Alexandre III y arrojarla al río con furia de leona, gritando: «¡Victoria! ¡Justicia! ¡Púdrete…!» Pero una voz los instó a abordar inmediatamente.

Se prometió no volver nunca a París.

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