Lástima que no haya billetes para maniquíes, hubiera sido más fácil, pensó mientras sujetaba el arma escondida en la gabardina. Se ajustó el sombrero y volvió a echar un vistazo a la estación repleta de viajeros. Aquello era como identificar a un chino en una rueda de reconocimiento.

—Maldita sea, ese tipo sabe como escabullirse— lamentó antes de deshacerse del cigarrillo consumido entre sus labios.

Cuando la megafonía anunció la salida del tren con destino a Londres corrió hacia la taquilla. Su olfato de viejo detective le decía que debía cogerlo, al menos podría comprar una petaca en Camden Town.

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