!Lástima que no haya billetes para maniquíes¡ Exclamó la anciana sentada junto a mi en la banca de la plaza. Me quedé mudo, algo confundido. ¿Habré oido bien? Ella reía, agitando sus rugosas manos. No me animé a interrogarla. ¿Quién soy para hacerlo? La tarde caía, el frío ajaba mis mejillas. Ella balbuceaba y yo intentaba descifrarlo. Tomé coraje, la miré y le pregunté si se sentía bien. Se puso de pie, sus ojos vidriosos atravesaron los míos, sonrió y se fue, llevándose mis dudas y sus palabras. Permanecí allí, estático, como si fuera un maniquí que nunca tuvo alma.

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