«Lástima que no haya billetes para maniquíes», pensé, pues llevaba el de modista a mi madre. El sol del crepúsculo coloreaba de púrpura el cielo, distrayéndome del volante. Conducía por la comarcal a casa de mis padres. Al coger una curva cerrada, el sol poniente incidió en mis pupilas, cegándome. Oí un rugido de frenos seguido de un enorme golpe seco y volé. Aterricé retorcida y lúcida. Ví a mi hermano con seis años escondiéndose por casa y a mi contando hasta diez. Mi madre nos llamó:
–¡a comer!
–sí, mamá.
Y partí.
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