Sentada a horcajadas sobre él, gime. No quiere moverse. Aprieta más fuerte su pene dentro de ella y una corriente eléctrica le recorre el vientre. Si se mueve se corre. Lo rodea con fuerza y nota el pulso de su miembro, conteniéndose por no estallar. Los dos susurran algo a través de las mascarillas FFP2, cosas que ninguno de ellos oye, entrecortadas las respiraciones, sofocadas por los filtros. Ella abre los ojos, y ve a su vecino del quinto tumbado en su cama, completamente entregado a ella, la camisa del uniforme arrugada y entreabierta, dejando entrever unos pezones rosados y un torso bien musculado. No puede besarle, ni quiere. Solo desea prolongar un instante más la penetración, el momento decisivo en que empiece a mover sus caderas y lo cabalgue loca hasta hacerlo reventar de placer.
Aquella misma tarde lo había visto en la acera de frente aparcando, junto a la explanada del parque, mientras ella lo hacía justo en el portal del edificio donde vivían ambos. Él siguió adelante obviando el hueco que quedaba libre justo en la puerta y ella tuvo la impresión que le cedió el sitio. O eso quiso pensar como un consuelo. Era el cuarto día que, al parecer, coincidían en sus turnos y justo llegaban al mismo tiempo. Lo observó disimuladamente mientras sacaba el bolso del coche y se ponía la mascarilla. Detrás de las orejas ella tenía una yaga provocada por el equipo de protección que llevaba en el hospital 10 horas seguidas, y la piel de las zonas del cuerpo más sensible las tenía abrasadas por el EPI.
Por un momento él se quedó mirándola y luego se volvió hacia el parque, llamando su atención sin palabras. A esas alturas de marzo los días empezaban a prolongarse y lo normal era que los columpios estuvieran atestados de niños, pero aquel año nada era común ni tenía lógica alguna. El parque estaba desierto, como toda la calle, invadido ahora por bandadas de palomas que se posaban en las barandillas, los toboganes y los balancines llenándolos de heces, que nadie limpiaba. La calle parecía haber sido asolada por un cataclismo y ellos dos los únicos supervivientes.
Él siguió calle abajo, a su encuentro. Al llegar a su altura la saludó apoyando dos dedos cansados sobre su gorra de policía. Los dos sabían que ella había estado remoloneando junto el coche para esperarle. Náufragos urbanos en aquella calle desierta.
Hoy los dos llevaban los uniformes puestos. Mejor así. Si ibas de paisano por la calle te arriesgabas a que algún energúmeno desde su ventana te insultara, increpándote a seguir las reglas del confinamiento.
Mientras ella acertaba a poner la llave para abrir el portal, él la esperó a cierta distancia siguiendo los protocolos sanitarios que había aconsejado el gobierno. Al meter la llave se quedó paralizada. Había un cartel pegado en la puerta. No daba crédito mientras leía el mensaje que sus vecinos le dirigían a ella, con el título “A la enfermera del segundo, de parte de toda la escalera”
Un nudo le estranguló la garganta. Estaba muy cansada y solo quería desaparecer, evaporarse, huir. Pero se quedó allí parada, incapaz de moverse, como si le cubriera una capa de cemento armado.
El policía soltó un joder apagado por la mascarilla a sus espaldas, y en una fracción de segundo cogió el folio, lo arrugó con rabia y se lo guardó en el bolsillo Se van a cagar le oyó musitar mientras empujaba la puerta con rabia y le abría el paso. Vamos, tú ni puto caso , dijo. Ella no se movía. Él cogió su bolso y tiró de ella con delicadeza Vamos. Ella lo miró, ida, pero le consoló ver rabia y ternura en sus ojos. Sus ojos negros, como su pelo. Era apuesto, más que guapo, pensó , ida todavía pero dejándose arrastrar por él, escaleras arriba, hasta el segundo. Guapo
y ahora estaba allí,consolándola en medio del naufragio, los dos únicos supervivientes de un cataclismo.
Sus uniformes están esparcidos en el suelo de la habitación y él le acaricia los senos deleitándose en hacerla gemir. Ni un ruido en la calle. Sólo escuchan el sonido de sus respiraciones ahogadas. Ella le estrecha más contra sus muslos, contrayendo su sexo para sentirlo más adentro. Resistiéndose a a correrse. Él recorre su columna con los dedos y abre sus nalga, incitándola a moverse en círculos sobre su miembro. Ella acepta la invitación y empieza a acelerar rítmicamente. Ya no está cansada. Solo se oye el sonido de sus flujos al rozarse. Él rodea sus caderas con las manos y sigue su balanceo, acompañándola.
El silencio de la calle se rompe de repente. De algún balcón no muy lejano sale una melodía insistente. “Resistiré” dice el estribillo.
Los dos sonríen con complicidad tras la mascarilla. Aceleran el ritmo. El se mueve dentro de ella loco al asalto, y ella se agita al galope, descontrolada ya siente que se parte en dos por dentro mientras un intenso placer la recorre como un tsunami incandescente y siente su semen hirviendo llenando el condón.
El orgasmo les hace gritar, un aullido sofocado por la mascarilla, mientras en la calle rugen los aplausos de balcón en balcón. Una multitud enfebrecida aplaude y grita, inunda la calle gritando “Bravo” y “Gracias” y «Resistiré» a coro trasnochado.
Los dos rompen a reír. Deben ser las ocho.
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