Los domingos por la tarde ponen en la tele uno de esos programas sobre casas grandes. Es ese tipo de gente que en invierno limpia la nieve de su calle con palas para poder sacar el coche. En Toronto, Minnesota, sitios así. Tienen casas de tres y cuatro plantas. Y un día dicen «esta casa ya no funciona». Como si estuvieran casados con ella. No saben si volverán a amarla. Y entonces llaman a la tele para que una pareja de diseñadores vaya a arreglarlo todo.
Hasta mi sofá llega un olor a basura. Bajo el volumen de la tele, como si eso me ayudara a concentrar mi olfato. Entonces lo recuerdo y miro hacia el rincón. Allí está Bob Esponja. Lo encontré anoche, al cruzar la calle, subido en lo alto de una papelera. Estaba sucio y parecía un trapo cansado de un largo viaje.
El semáforo estaba en rojo. Era casi medianoche y todos andábamos con prisa por llegar a casa.
Creo que me dio pena su estrabismo. Miraba como si ninguno de nosotros tuviera remedio. Gente que cruza pasos de peatones con gafas empañadas, con la mitad de la cara tapada con trozos de tela, a veces con una bandera roja y amarilla. No hay nada al otro lado, pensaría Bob. Esto sí es el fondo del mar, amigos.
Abro un poco mi ventana para que el olor se vaya y entonces entra un ruido de domingo, con ese eco de autobuses que arrastran cansados el peso de la semana. Hay poca luz, ya no está iluminada La Parrilla de los Marcelo’s. Hace tiempo que no llegan de allí ni el sonido de cumbia ni el olor a frito.
La luz del peatón estaba en ámbar. El muñeco bailaba.
Me gustó ver su cara completa, la de Bob, sin mascarilla, enseñando sus dos dientes grandes. Como si no pasara nada.
En Toronto o donde sea el programa de la tele siempre hay silencio. Hoy Robert y Mary están en crisis. Ella quiere una cocina open concept. Él quiere alquilar el sótano. O poner un billar. El vestidor se ha quedado pequeño, dicen. No hay espacio para los invitados ni para un gimnasio. No cabe la secadora. Hay pocos baños. No hay sitio ni para ellos mismos.
Qué vamos a hacer, pienso.
Por detrás de Bob pasaba un señor con sudadera de la Nasa. Sentí un escalofrío. Sus gafas me recordaban a un científico de esos que salen a todas horas en la tele. Podía verlo haciendo running con su nueva novia, una concursante de la Isla de los Famosos superbronceada. Pararían en Tropicalísimo para comprar arepitas.
Parpadeaba el verde y agarré su mano, la de Bob, como si fuera una madre rescatando a su hijo de las miradas de los extraños, siempre malos. Me pareció entonces ver sus ojos algo más derechos. Como si entendiera.
No es una gran familia. Robert y Mary viven solos y podrían repartirse una planta diferente cada uno y hacer su vida allí. Asumir que han fracasado. En su sótano cabría Bob Esponja y toda la mierda oceánica que le acompaña.
Llamo a mi hermana.
—¿Qué haces?
—Cagar.
Le cuento lo de Bob Esponja. Podría haber sido una bomba, me dice. O estar infectado. Hay que lavarlo.
—Qué nos ocurre cuando dejamos de tener resaca los domingos—, cambio de tema. Debería saberlo, ella es mayor que yo.
—Que acabas saliendo solo para bajar la basura.
Mary y Robert tienen la casa hecha un desastre. Tanto que Hillary no sabe por dónde empezar, quiere tirarlo todo y meterlo en una bolsa de esas grandes. Hillary es la diseñadora que ha venido a ayudarles. Tira muros, lucha contra fosas sépticas, compra material, se queda sin presupuesto. Curra como una condenada Hillary. El otro es David. Él solo busca una casa más grande y más cara. Yo siempre voy con Hillary. Por eso digo, quédatela. Mary, quédate la casa. Robert, quédatela, quédatela.
Antes de todo esto, yo tuve un novio bolsa. Una de esas personas que por una cosa o por otra son incapaces de llevar un solo bulto en sus manos. Parecen abetos de Navidad vencidos por el peso de las ramas. Nunca nos cogíamos las manos. Las suyas siempre estaban ocupadas. Mi hombre bolsa era un ser en constante mudanza. A veces llevaba botellas de vino, otras un libro viejo de pinturas, un táper de su madre o unos calcetines recién comprados… o un portátil enorme y unas latas para comer algo. En su casa había bolsas por todas partes, ropa apelotonada, papeles viejos. Quizá por eso siempre olía a polvo. Yo me movía en zigzag entre cajas viejas como si buscara a mi novio bolsa en una pecera.
Subo un poco el volumen. Cuando se quedan la casa siempre me pongo contenta. Miro a Bob Esponja. Lo acerco un poco a mi sofá. Sigue oliendo mal.
Apago la tele y cojo la bolsa de basura orgánica. Antes de cerrar la puerta agarro la mano de Bob casi sin darme cuenta. Paseamos solos. En realidad no es tan tarde como parece, la calle se vacía ahora más temprano que antes. Como si fuera un Toronto vertical y pobre.
Nos miramos en el escaparate de la santería que hay cerca de casa. La bolsa de basura con toda la decadencia de la semana. Y Bob. Y yo.
Creo que me he pasado el contenedor.
Acaricio la mano. Su tela es como una piel seca. La agarro fuerte. Necesitamos poco espacio él y yo en mi apartamento.
Vuelvo a casa. Al sacar las llaves me doy cuenta de que he vuelto con la bolsa de basura. Ahora soy yo quien lleva las dos manos ocupadas, como una chica bolsa, porque Bob Esponja sigue agarrado a mi mano.
Y suena el teléfono.
—Quédatelo—dice la voz. Mi hermana es de pocas palabras.
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