Recuerdo que en el barrio donde vivía no había casi nadie que se pudiese considerar natural de allí. La de Torneiros era una de esas urbanizaciones que se construyen en las afueras de los núcleos urbanos, donde acaban recalando personas de orígenes muy diversos. Una de las vecinas era la señora Pilar. Por circunstancias de la vida había tenido que vender su casa. Al no poder permitirse costear un nuevo alojamiento en su ciudad, había tenido que mudarse a mi barrio porque resultaba más barato. Era alegre en el trato con los vecinos, y procuraba llevar una vida animada, participando en todo tipo de actividades y reuniones. Una de esas actividades era las clases de informática de las que yo era profesor. Aunque quizá sea un tanto pretencioso atribuirse ese título. En realidad se trataba de una actividad de voluntariado gestionada por la parroquia, que consistía en enseñar algunos conceptos básicos a personas mayores que tuviesen poco conocimiento de las tecnologías más recientes.
Cuando me presenté en su casa para la primera sesión, me explicó que quería aprender a usar el ordenador para escribir unas memorias. La impresión que me causó fue la de una alumna motivada, que es la clase de alumno que siempre encuentra una manera de avanzar. Pronostiqué, para mis adentros, que con ese talante no me iba a resultar difícil la enseñanza de unas herramientas que podrían resultarle algo complicadas. Pero pronto me di cuenta de que la señora Pilar no terminaba de adquirir soltura con el ordenador. Pasaba más tiempo navegando entre la marea de menús, ventanas y botones, que escribiendo sus textos. Así que terminaba por contarme a mí sus historias de una forma un tanto encubierta. Comenzaba planteando alguna duda legítima: el significado de algún icono enigmático, o dónde encontrar el botón que permitía cambiar el color de la letra. Pero siempre encontraba la manera de enlazar esa cuestión con algún recuerdo, y terminaba relatándome alguna historia de su pasado. Transmitía sus vivencias con voz pausada. Eran imágenes filtradas por la distancia y el tiempo, pero que durante un instante cristalizaban en escenas nítidas, quizá algo recargadas de nostalgia en ocasiones, pero otras veces también espontáneas y joviales. Las charlas que surgían durante los encuentros casuales que los vecinos tenían en el viejo lavadero. Las fiestas típicas de su barrio y las verbenas en verano. El trato en las tiendas del barrio, donde la familiaridad entre dependiente y cliente era tal que bastaba con entrar y saludar para que te preparasen lo que quiera que fueses a buscar sin necesidad de tener que pedirlo. Pilar solía referir el ejemplo de Alimentación Couñago. Entraba y simplemente decía “A ver, ¿qué te traes hoy entre manos, Couñago?”; e, invariablemente, el tendero respondía con “todo lo que imagines, y hasta lo que no imagines, Pilar”. Acto seguido le hacía entrega del pan, la leche y los huevos mientras charlaban de cualquier cosa excepto de la compra.
Así iban pasando nuestras sesiones. Ella misma reconocía que malgastaba la mayor parte del tiempo hablando de sus cosas. Cuando, durante alguna de sus narraciones, notaba la humedad de una lágrima que amenazaba con deslizarse por su rostro; o cuando se daba cuenta de que yo apenas había hablado desde el comienzo de la sesión, se disculpaba, y proponía retomar el rumbo de la clase. Pero a la semana siguiente se acababa repitiendo la misma situación. La verdad es que yo no me atrevía a interrumpir ninguno de sus relatos. Luego, al percatarse de que el tiempo de clase se había consumido sin haber avanzado gran cosa respecto a la planificación, ella me lo reprochaba, y aunque pretendía que ambos hiciésemos un sincero propósito de enmienda para retomar los objetivos, su tono siempre terminaba decayendo desde la formalidad de alumna aplicada a las risas y a la ligereza de una conversación casual.
En definitiva, fracasaba la alumna y también el profesor. Cuando la clase terminaba, casi nada de lo que había surgido de la memoria de la señora Pilar quedaba registrado en texto. Estaba claro que su terreno era el de la narración oral. Aunque admito que una de las herramientas que sí logró dominar fue la impresora. Cada vez que encontraba en Internet una imagen de su antiguo barrio, que de alguna manera trajese a su memoria un recuerdo, la imprimía y la pegaba en la pared. Llegó a imprimir tantas, solapando unas con otras, que apenas se podía adivinar el color de la pared. La ventana de la habitación se veía asediada por un rosario de fotografías que conspiraban para negar la vista que la propia ventana entregaba ㅡsiempre el mismo paisaje de mi barrio, día tras díaㅡ ofreciendo a cambio un desvío a un lugar diferente, donde la señora Pilar había experimentado una plenitud y una felicidad, ahora añoradas, de la cuales las historias que me relataban daban testimonio.
Hace ya tiempo que dejé mi antiguo barrio, e ignoro si, tras terminar aquel curso, la señora Pilar llegó a escribir completa alguna de sus historias. Curiosamente, por motivos laborales, terminé mudándome yo a su ciudad. Recuerdo que en mis primeros días allí conseguí reconocer varios lugares. Los escenarios me resultaban familiares a pesar de que nunca antes los había visitado, aunque es cierto que la mayoría habían cambiado respecto a como Pilar me los había descrito. El lavadero había sido derribado para dedicar más espacio al tránsito de vehículos, y muchos de los comercios habían cerrado o habían sido sustituidos por otros nuevos. Donde había estado Alimentación Couñago, por ejemplo, ahora había un moderno e impersonal takeaway. En un arrebato, decidí entrar y hacer un irreflexivo homenaje. Dije: “Buenas, ¿qué os traéis hoy entre manos?”. Una chica joven levantó la vista desde el otro lado del mostrador, y me sentí de pronto como un completo estúpido. Sin embargo, me miró como si hubiese pronunciado una especie de contraseña secreta, y ladeando una sonrisa respondió: “pues todo lo que imagines, y lo que no imagines también”.
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