El Insomnio
Los nervios te removían el cuerpo. Casi siempre se concentraban en las piernas, por sorpresa te daban un calambrazo, un movimiento inquieto desesperado, exigente. Otras veces, sobre todo cuando conseguías iniciar el sueño, aparecía en forma de picores por la cara que te obligaban a rascarte y a perder la postura y el ensueño, entonces te desvelabas y acababas levantándote enfadado y maldiciendo al mundo.
Menos mal que vivías sólo, al menos no molestabas a nadie.
Este insomnio empezó antes del confinamiento por el COVID pero se desenfrenó desde que tuviste que estar confinado en casa. Pasabas las noches tratando de domesticar a esa fiera que se había instalado dentro de ti, dormías apenas dos horas, a veces ni eso. Luego durante el día pasabas por somnolencias que tampoco te acogían.
Tras noches de guerras y peleas con el insomnio, de enfados y desesperos, fuiste encontrando algún punto débil que te permitió dormir algún rato. Le sorprendiste comiendo a media noche, te tomabas unas galletas, leche, infusión de Valeriana y pareció funcionar pero al cabo de unos días de relativo éxito, el nervio volvía con insistencia y se llevaba al sueño. La cabeza no te paraba, el desespero te llevaba a la pregunta sin respuesta, ¿había desaparecido el sueño?, incrédulo te preguntabas cómo podía ser, es como si desaparece el respirar o las ganas de comer o el echar un paso detrás de otro cuando caminas, ¿qué me pasa? Hablabas contigo mismo.
Necesitabas respuestas, ante esta avalancha necesitabas recobrar la iniciativa. Probaste entonces la relajación guiada de voz suave que una amiga te facilitó, infalible. Luego fue el saludo al sol a media noche, a las tres de la noche oscura ahí estabas tú levantando los brazos y haciendo la cobra. La lectura no te aguantaba y a la tercera hoja te había llevado a un sin sentido de palabras bailando en tu cabeza. Probaste con más acción y te hacías penosas pajas de media noche que en ocasiones te relajaban y conseguías un rato de descanso, otras veces, te quedabas devastado y doblemente abandonado.
Era una intensa batalla que parecía nunca tendría fin. Sólo pequeñas treguas, pequeñas victorias tras tus nuevas estrategias que te dejaban dormir alguna hora más. Dialogabas con tu adversario, le pedías, le suplicabas treguas, razones, un respiro, pero cada noche siguiente se repetía el desespero de las noches dando vueltas, levantándote, buscando una nueva idea para seducir al sueño y domesticar los nervios.
En ese ir y venir entre el diálogo con el enemigo cotidiano y el desespero de la impotencia, una noche cortaste la comunicación, ni pactos ni diálogos, no, nada. Ese día después de cenar y ver un rato la televisión, te bajaste directamente a la calle, ni pijama ni ronroneos.
Serían ya las dos, no se podía salir hasta las seis de la mañana, pero a estas alturas eso daba igual. No había nadie en la calle, silenciosa excepto algún coche. Te llamó la atención una persona sentada en un banco, fumando ensimismada y perdida en su laberinto, a ratos hablando sola.
En algunos cajeros y en recovecos de los edificios había desafortunados y vagabundos durmiendo en colchones, escondidos en las mantas revueltas, inmóviles, parecía que sin picores ni nervios en las piernas, llegaste a sentir envidia de estos desafortunados.
Aquel día diste un paseo largo y al amanecer volviste a casa a tomar una ducha y un buen desayuno. Sin comentarios contigo mismo, ignorando al sueño pero enfadado
La noche siguiente te dejaste ir lejos en tu caminar y llegaste a lugares desconocidos para ti, edificios iguales, fantasmales, todos con las mismas alturas y los mismos ventanales.
Era de noche aún, el cielo estrellado y difuso, una buena temperatura anunciando el verano por llegar. Estabas perdido pero te sentías bien, te tumbaste en un banco y te dejaste caer, las manos a modo de almohada, la mirada perdida, sin pensamientos y, te quedaste dormido, sin picores, dormido, dormido al fin durante más de una hora, mas de dos, mas de tres… ¡dormiste al menos cuatro horas seguidas! hasta que te despertó un abuelo que exigía su sitio y el de las palomas que había a sus pies esperando las migajas del desayuno.
Disculpe, dijiste mientras te movías hacia el extremo del banco y encogías las piernas, ¿le importa que siga tumbado un rato más? En absoluto, te dijo el abuelo, duerma lo que necesite.
No hubo más palabras, tú cerraste los ojos y seguiste durmiendo mientras el abuelo hacía su obligada rutina.
A la noche siguiente saliste orgulloso y triunfante de casa, serían las dos y media, solo el sonido de una ambulancia, solo aquel hombre en el banco, hoy hablaba enfadado con alguien. Volviste a recorrer el mismo camino hasta llegar a aquel lugar, donde los edificios eran todos parecidos. Pusiste unos cartones en el banco y te arropaste mientras mirabas el cielo difuso y buscabas las pocas estrellas que la ciudad dejaba ver. Cerraste los ojos dispuesto a descansar en tu sueño recién conquistado pero inadvertidamente un temblor en la pierna vino a visitarte, no quisiste hacerle caso, luego un picor insistente en la cara te obligó a rascarte. Te sentaste en el banco, derrotado, la mirada perdida, sin palabras.
Por la mañana, el abuelo que venía a dar de comer a las palomas se sentó a tu lado y al rato te ofreció un mendrugo por si querías tu también darlas de comer, se lo agradeciste.
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