Aquella mañana cuando salí a la calle no tenía ni idea que ocurriría algo tan inesperado como extraordinario. Caminaba de prisa, siempre voy tira y afloja con el reloj, no nos llevamos lo que se dice bien, intentaba ser puntual. Hacía un viento helado, me cortaba la cara, una mujer caminaba delante de mí, de pronto resbala y se cae, volaron las cosas que llevaba, una carpeta, el bolso y no sé qué más.
Ella iba muy abrigada, medio rostro cubierto con un chal azul, me apresuré para ayudarla a incorporarse, nos quedamos inmóviles mirándonos, me dio las gracias y al escuchar su voz no atiné a nada, solo la observaba. El tiempo hace de las suyas, pero nunca pude olvidar esa voz y la mirada, una mirada que imponía respeto y a la vez tan cercana.
-Quince años antes–
Había desayunado apenas y tampoco me había peinado, salí de casa a medio vestir, con el abrigo en la mano y la corbata en el maletín corriendo hacia la estación para alcanzar el tren de las siete.
No podía perder la clase, ella era una científica, una estudiosa incansable, que pasaba parte de su vida en el laboratorio, nosotros jóvenes, inmaduros y tontos. Cuando comenzaba su clase, no volaba una mosca, su voz pausada, con aquel timbre tan personal. Quería ser médico, quería ser como ella.
Agustina Torné Aguado, era una eminente científica, transmitía de forma natural, era uno de esos profesores que dejan huella en sus estudiantes. Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que vivía bastante cerca de mi casa. Viajaba en su coche, yo iba siempre corriendo para alcanzar el tren. Por esos años ocurrió algo, para lo cual ninguno de nosotros encontró respuesta.
Preparábamos los exámenes finales, tenía que estudiar y lograr obtener una buena nota para presentarme a las prácticas, deseaba con toda mi alma obtener una beca con Agustina, una de las epidemiólogas más importantes del país y del mundo en ese momento. Agustina Torné solo nos había dicho que estaba investigando en una vacuna para un virus que se estaba diseminando por África, a veces nos participaba de sus avances, por lo que solíamos pedirle unos minutos de la clase para que nos comentara sus estudios, se le iluminaban los ojos y nosotros la escuchábamos absortos.
Una mañana, como de costumbre, llegué tarde cinco minutos, las miradas cómplices de mis compañeros se dirigieron hacia el profesor que reemplazaba a la Dra. Torné. Este hizo como si nada y siguió con su clase. Avergonzado busqué mi asiento. Al acabar la clase, nadie sabía lo que pasaba con la Dra. Así día tras día. Nos informaron desde la dirección de la Universidad que la Dra. Torné había pedido una excedencia por sus estudios en el laboratorio. Poco a poco nos acostumbramos al nuevo profesor, era Dr. en Virología, pero no lograba entusiasmarnos del mismo modo que la Dra. Agustina.
Carmela llegó agitada y hablaba sin parar, no entendíamos, más calmada nos dijo que se había enterado que la Dra. Torné daría una disertación en Madrid, en un programa científico.
Estábamos ansiosos por conocer el tema de su conferencia, pero no había noticia alguna, nos parecía extraño que no nos dijera nada y se marchara así, sin más. En la facultad no se hablaba de otra cosa. Había un gran interés y curiosidad.
Había reunido un panel con los más destacados científicos del país y otros europeos y americanos. La Dra. Agustina después de un discurso impecable anunciaba un avance extraordinario, había conseguido un medicamento para la cura de la infección del virus ARN2 que se estaba expandiendo por África y que según sus predicciones podría extenderse a los demás países, necesitaba financiación, ayuda para desarrollar su descubrimiento, lo expresaba con una gran convicción, los asistentes se pusieron de pie para aplaudir cuando hubo acabado. Estaba emocionado, admiraba a esa mujer, sola frente a todos los demás científicos. Haría posible salvar la vida a millones de personas. No podía dormir pensando en la Dra., en lo que nuestra profesora había revelado esa noche.
También fue esa noche la última vez que la vimos, no volvimos a saber de ella. Se la había tragado la tierra. Recorrí la calle donde suponía que vivía, pregunté a todas las personas, la calle Mayor de punta a punta, toqué todos los timbres de las casas, nadie sabía nada. En la Facultad no había tampoco ninguna noticia, los medios de comunicación parecían confabulados para el silencio. Literalmente había desaparecido. Nos quedamos huérfanos, sin la esperanza de que regresara a la clase, sin saber de ella.
*********
Sostenía su bolso y su carpeta y nos mirábamos.
─¿Usted es… la Dra. Torné?
─¿Agustina Torné?
─Sí, soy yo.
─¿Y usted?─Pregunta ella.
─Soy aquel que llegaba tarde Profesora, sin peinarme, que no perdía sus clases por nada del mundo. Ahora, soy el Dr..
─El Dr. Jerónimo Ceballos, sé quién eres.
Me quedo sin palabras. Nos abrazamos, allí en mitad de nuestra calle Mayor.
Café de por medio me confiesa que recibió amenazas de muerte, no permitieron que se publique su descubrimiento. No estaba de moda lo que investigaba, decían que era una locura, que no funcionaría, la idea se estrelló contra el muro. No quisieron ayudarla y no solo eso.
─No tuve otra opción que escapar si quería salvar mi vida y la de mi familia. Fue muy doloroso para mí. Aun así no me rendí, seguí trabajando en el país que me acogió y protegió.
Apunta su teléfono en un papelito. Se emociona cuando le digo que gracias a su ejemplo siento el mismo fuego por investigar. Nos despedimos, me abraza muy fuerte. Antes de marcharse dice:
“A ver Dr. Ceballos cuando me llama y me enseña sus estudios, tengo mucho por aprender aún… ya no le tengo miedo a nada..”
Calle Mayor -Sant Celoni – Barcelona.
OPINIONES Y COMENTARIOS