Ninguna lágrima cayó en la arena: su pañuelo experto las cazó al vuelo. Y de propina se llevó los mocos que pintan a todas horas las mejillas del crío. Un besito de esos que todo lo cura y “¡Mira: un perrito!”, que aunque la dueña sea una guarra y vaya a dejar que el chucho mee al lado del tobogán, ahora mismo el animalito se le antoja un arma de distracción de potencial infinito. El crío se ha caído. Y grita y llora y patalea. Y echa lágrimas y mocos. Y es ése su gigante. Y aunque está el parque que da pena, que hasta parte del cercado se ha derrumbado por la herrumbre que causa tanto orín, la vecina incívica se le antoja molino de viento. No está el horno para cruzadas. Y menos hoy, que incluso más que el resto de los días, tiene ganas de completar tooodas las rutinas que todavía la separan de ese ratito de libertad condicional que se le concede cuando el niño, por fin, duerme.
Ella odia la hora del parque, pero el crío no la perdona. Al principio perseguía al niño rocíándolo con hidroalcóholico. De esforzarse por mantenerle alejado de golpes y caídas sin tocar nada, casi acaba dominando la telequinesis. Pero con el tiempo se cansa. Se cansa mucho y se aburre más de ese inútil intento de contener a una fuerza de la naturaleza. Así que ahora procura ir pronto y marchar antes de la marabunta de las cinco. Y se conforma con que el crío no coma piedras ni lama las barandillas.
Ese día, terminada la batalla contra el berrinche con resultado de retirada para la merienda, queda en el suelo una uña de plástico pintada en rosa chicle. La del corazón de la mano izquierda, para más datos. Pero la Cenicienta atareada no se percata. Tardará un rato en hacerlo. Sobre la suerte de la uña… digamos que no incluye príncipe que la encuentre y restituya.
Hora del baño, pijama y cena. Y ahora buenas noches, mi vida, y pórtate bien y no hagas enfadar a la yaya. Mamá sale un rato, pero vuelve pronto. Y tú un cuento y a dormir.
Antes de salir se acicala un poco el pelo ante el espejo. Cuatro sacudidas con el rímel. Tendrá que ser suficiente. Y espera el ascensor y aquí sí: la uña que falta. Era de esperar: el paquete de 10 en el chino costaba un euro. Cuando llega a su cita instintivamente cierra el puño. Es lo que tiene que el hada madrina tenga que quedarse cuidando al niño: al vestido se le ven las calabazas. Y pese a que todas las madrastras y hermanastras que pueblan su imaginación la critican desde los palcos (que no deberías. Que no es burbuja y eso no se hace), se regala una hora en el baile. Que por supuesto será de mascarillas.
No se conocen en persona. Hace algunos meses que intercambian mensajes, alguna foto… Llamadas, pocas. Vídeollamada, solo una: se sintieron medio incómodos y cortaron pronto. Cada uno por su lado lo atribuyó a lo frío del medio. Pero mensajes sí. Se han escrito hasta ese punto en el que postergar el encuentro es como obviar el tigre en el sofá. Lo han hecho, al menos oficialmente, en pos de una “mejor situación” que nunca acaba de llegar. Más bien temen que ni ese resquicio sea permitido pronto. Así que hoy han quedado. En la calle. Para pasear. Una hora.
Al saludo, risas nerviosas de “¡ay! ¿y ahora cómo lo hacemos?”, cómo si ninguno de los dos hubiese anticipado ese momento en su cabeza. Hunden los ojos tras la mascarilla esperando la reacción del otro y acaban sintiéndose ridículos mientras chocan los codos. Echan a andar.
Él, que tiene coche, se ofreció a desplazarse hasta el barrio de ella y ahorrarle así el transporte público. A ella le pareció bien y no fue hasta más tarde que cayó en la cuenta que eso la convertía en el cicerone de la velada. Tiene pensado llegar al paso elevado, cruzar las vías y llegar al paseo junto a la playa. Le ha dado muchas vueltas y es la mejor imagen que puede dar de su barrio: salir de él. Pero parados ante la escalera provisional que hace años habilita el acceso al puente, la brisa marina se revela viento glacial y dan media vuelta.
De nuevo entre los bloques de edificios, por todos lados se ven los jirones del palacio. Pasean sin rumbo por esas calles que no se acaban de acostumbrar a tanto silencio sorteando socavones y mierdas de perro. Se esfuerzan por mantener distancia y el frío cala los huesos. La conversación no fluye y ella empieza a temer que a este paso él romperá el hechizo antes de las campanadas.
Para cuando se da cuenta, la deriva les ha arrastrado al parque y se lo ha soltado de golpe y sin aviso. “Tengo un niño”, le ha dicho. Él la ha mirado y ella ha disculpado torpe y largamente su omisión. Lo tenía ensayado, por supuesto. Y por supuesto el guión era otro.
La parte de la réplica en la que él se interesa por el crío tampoco llega. En lugar de eso aparece un perrito y mea alegremente la escalera del tobogán. “¡Será cerda la tía! ¿Has visto?” dice él finalmente señalando a la dueña en el otro lado del parque. “La gente es que es la hostia”. A lo que sigue una digresión sobre el poco respeto a la propiedad pública, privada y hasta de intelecto, si alguien no le para.
Cenicienta se impacienta y se quiere morder las uñas. Solo una se presta, pero ya está raída hasta donde duele. Y decide que no: que no se aguanta esta magia de prestado y que en su reloj ya pasaron las doce. Y antes de acostarse, le dará un beso al niño.
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