Nerviosa, Teresa da vueltas entre las manos a un sobre de ligero color gris que acaba de recoger de casa de su madre.
No figura quién es el remitente, pero desde que ha identificado en los sellos postales la palabra “Venezuela” su corazón ha comenzado a palpitar con fuerza. Observa con detenimiento la letra con la que está escrito el destinatario, con unas mayúsculas impersonales que no se parecen en nada a la letra que recuerda de Graciela. —¿Será alguna mala noticia? ¿Será ella quien escribe? Pero, ¿por qué ahora, después de tanto tiempo?
Mientras sigue escudriñando la letra, su mente la lleva hasta los cuadernos escolares de Graciela, y de allí a aquella época que ambas compartieron…
De pronto, se ve corriendo un día cualquiera con Graciela pisándole los talones. Van hacia una señora, le preguntan la hora. —Son las seis y veinticinco. —Teresa resopla y sonríe. —Menos mal. —Por un momento se había asustado pensando que se le había hecho tarde. Aún tiene tiempo. No tiene que llegar a casa hasta las siete. Graciela le regala una amplia sonrisa y las dos corren de vuelta hasta donde están las demás amigas.
Si se retrasa varios días seguidos su madre se enfada y amenaza con dejarla una semana sin salir, aunque casi nunca lo cumple. Pero ella prefiere no arriesgarse. La calle es su mundo. En casa se siente encerrada y no sabe qué hacer.
Teresa se siente una niña con suerte. Como vive justo en el edificio junto al colegio, en la misma calle Vallehermoso, su acera es el lugar elegido por casi todas las niñas para quedarse un rato a jugar una vez que cierran el colegio. Así que ella puede apurar al máximo hasta la hora permitida, porque no tarda ni un minuto en llegar a su portal. Ahora se ve corriendo escaleras arriba hasta su piso, sin aliento, justo a tiempo para llamar al timbre y que su madre abra la puerta mientras le dice cariñosa: —¿Qué tal ha ido el día? Cómete rápido la merienda y a estudiar. —Ese es el ritual. Casi nunca hay más preguntas.
Sonríe al darse cuenta de que su madre rara vez pretendía saber algo más concreto sobre dónde había estado o con quien. Sólo estaban las reglas de la hora de vuelta, la de no quedarse sola y la de no irse nunca con desconocidos. Así eran las cosas en aquellos años. ¡Ahora todo es tan diferente!, piensa nostálgica. Ya no se ven niños solos jugando en las aceras de Madrid.
Recuerda que en el patio del colegio disfrutaban con juegos de pelota y con los de correr, pero en la calle el juego preferido era la goma. A ella le parecía algo mágico eso de hacer y deshacer nudos de la goma con los pies. Ve a Graciela enredada como siempre en la goma, sin poder parar de reír. A la pobre se le daba fatal. Teresa rememora los movimientos y las canciones, Ce-ni-cien-ta…, siente que podría ponerse a jugar ahora mismo sin equivocarse… ¡Qué curiosa es la memoria!, con la mala cabeza que tiene ella en la actualidad. Pero aquello lo recuerda muy bien…
Se ve ahora patinando, tirándose por la cuesta de Islas Filipinas para darle más emoción. Se acuerda cómo la gente protestaba si cogían demasiada velocidad y como ella casi lo agradecía aliviada, porque, aunque no quería admitirlo, le daba miedo ir tan deprisa. Por eso agarraba con fuerza la mano de Graciela, que era mucho más valiente para estas cosas.
Graciela era, sin ninguna duda, su mejor amiga. Nunca se cansaban de estar juntas. Tenía la cara muy redonda y morena y a Teresa le gustaba el acento tan dulce de su voz. Había llegado al colegio un año antes desde Venezuela. Graciela no sabía cuánto tiempo se iba a quedar en España, pero siempre le prometía que, aunque tuviera que volver a su país, serían amigas para “toda la eternidad” y de mayores encontrarían la manera de vivir en la misma ciudad.
Los días en que Graciela y ella estaban solas a Teresa le parecían especiales. Entonces se daban un paseo por el barrio y disfrutaban inventándose historias sobre las personas con las que se cruzaban y sobre lo que ambas serían y harían de mayores, miraban los escaparates y se contaban miles de cosas y todos sus secretos.
Las tardes pasaban rápido en la calle. Y los días también. Antes de que se dieran cuenta habían pasado las Navidades, después la Semana Santa y en un pispás resultó que el curso ya se había terminado.
Con las vacaciones, la calle se volvió, aún más si cabe, el sitio idóneo para estar. Muchas niñas se fueron a sus pueblos o a la playa, pero ella y Graciela permanecieron en Madrid.
Los recuerdos con Graciela en aquel largo y caluroso verano se suceden en su mente y acaban deslizándose irremediablemente hasta aquello que preferiría olvidar. La vuelta a Venezuela fue aquel mismo septiembre: los últimos días, los últimos abrazos, la despedida. —Te mandaré mi dirección y nos escribiremos todas las semanas. Siempre, siempre, siempre…
Pero no hubo ninguna carta, ni tampoco dirección. Otras niñas sí recibieron algunas postales. A Teresa se le humedecen los ojos al recordar cómo se sintió doblemente abandonada, y cómo aquello le hizo llorar durante mucho tiempo.
Las lágrimas empiezan a rodar tibias por sus mejillas. Se pasa la mano y las aparta bruscamente. No quiere llorar, ésta era ya una historia olvidada… Piensa en tirar la carta a la basura sin abrir. —Eso sería lo mejor. El pasado no hay que removerlo. —Pero su determinación dura solo un momento.
Se queda pensativa, dudando. Gira el sobre, cada vez más tensa. —¿Y si va a volver? ¿Y si me necesita?
En un arranque apresurado rasga el sobre, con una súbita violencia y seguramente con dolor.
Saca lentamente el papel que hay doblado en su interior, del mismo color que el sobre, ligeramente gris, y comienza a leer:
Mi queridísima Teresa…
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