El sonido apurado y estridente de sirenas de ambulancia, interrumpe el silencio que se descuelga por la vacía y dormida calle. El raudo parpadeo de las luces multicolores, como estelas mortificantes , flotan en el lugar.
Ceferino no puede evitar largar un suspiro repleto de incertidumbre, mucho menos disipar las imágenes dantescas que atraviesan su cerebro y lo hacen sentir muy infeliz. Se revelan los tatuajes de la memoria, aparecen los horrorosos retumbos de una lluvia de piedras y machetes vividos en la masacre de Macayepo. Él es un campesino desplazado por la violencia, despojado de su terruño y obligado a huir para instalarse en la calle Tumbamuertos, en un sector deprimido de una gran ciudad. ¡La pobreza lo hace vulnerable y la fatalidad lo persigue!
Miradas de dolor se asoman por las rendijas de las ventanas y en los balcones se desvanece la esperanza de que la vida regrese con su voz bullanguera, y la calle se pinte con imágenes cotidianas de los tiempos idos.
Muchos se han ido sin ilusión de regresar, llenando las estadísticas que, amañadas, interpretan la realidad de un nuevo estilo de vida que espejea a la luz de un fatídico escenario. No era predecible en tiempos pasados, ver la sombra de la ganchuda recorrer barrios, sin escatimar estratos sociales, mucho menos, apreciar el manto de la soledad filtrándose en el espíritu trasnochado de los transeúntes que osan vagar por los recovecos de las vías.
Y así, entre la vacilación de los destinos y los días decapitados por la soledad que arrebata la bulla cotidiana y algunos atardeceres, el universo se resiste a revelar soles y lunas perennes. En las aceras, difuminados, flotan cuadros de peregrinos sin rumbo; en los andenes, calles y carreteras sobrenada en los bordes de los pretiles, la muerte vestida de negras quimeras.
¡Cuánta nostalgia por el terruño! Solo queda apegarse a la paz de otros días, cubrir el rostro con el velo de la esperanza y vencer con el arma de la solidaridad, la devastación universal. ¡Solo así se puede continuar para mantenerse!
La bestia asesina merodea la calle y galopa frenéticamente; ha parado en seco la vida que se llevaba antes de su mortal llegada. En su mano derecha porta el cuchillo de Caín y hiere sin piedad al vendedor de café, al policía, al médico, al blanco, al negro, al rico, al pobre, al ateo, al creyente…Los cuerpos insepultos y descompuestos llenan la calle y los parroquianos escondidos en sus casas, no cesan de rezar por los que quedan vivos.
¡La muerte que ronda no discrimina…!
¿Cuántos muertos faltan?
Los fallecidos, amontonados en las puertas de las casas marcadas con círculos de ceniza, esperan ser recogidos para darles digna sepultura. ¡Los que quedan en pie están acojonados!
La bestia acecha camuflada en el manto de hojas secas que los árboles han formado en el suelo: la desolación se extiende e inunda la pradera, las calles, las casas. El invierno pronto rasgará el canto de los muertos y el frío mitigará la podredumbre, recordando escenas vividas en otros tiempos.
Los caminantes, acosados y acorralados por el enemigo silencioso, en su intento de propósito por enmendar, encarrilan sus pasos hacia lo espiritual y al amor: un consuelo para paliar el miedo. Al despuntar un nuevo día, con la avaricia de siempre, pronto olvidan y continúan atropellando: ¡nada aprendieron! Siguen amarrados a los afanes banales de la vida. La mortal realidad acecha y los desnuda ante el mundo, poniendo en evidencia la fragilidad humana.
Pasan las horas, continúan las afugias en los pueblos trashumantes.
El norte en las miradas de los infantes, muestra de lejos el partir de sus seres amados sin el adiós postrero; los prójimos deambulan con máscaras de aire oxigenado que cubren cara y pecho sin destellos de esperanza.
Un manto oscuro cubre las nubes y por el universo se propagan ráfagas de partículas asesinas que acompañan los días, dibujando líneas mortuorias en el firmamento, semejando caminos intransitables que guían hacia lo eterno e infinito.
Las viviendas hacinadas permanecen con puertas y ventanas cerradas: no se soporta el olor del desagüe abierto que fluye por el centro de la sinuosa calle. Por los adoquines resbalosos y fangosos, debido al excremento de animales, basuras y desechos arrojados desde las casas, los sepultureros caminan resoplando por el peso de los ataúdes; es un entierro múltiple y van en fila india, seguidos del revoloteo de moscas de verano. El hedor de los muertos y la descomposición de la basura es tan abrumador, que los pocos deudos que acompañan el cortejo y los enterradores, presionan contra sus fosas nasales ramilletes de lirios silvestres recogidos en las grietas de las rocas.
La marcha fúnebre desfila descalza al compás de las notas de Volveremos a estar juntos, que penetra los huesos y perfora el alma. Los sobrevivientes se conmueven y las lágrimas resbalan por las paredes de ventanas y balcones.
Un viento que espanta acompaña sin prisas, el séquito que se dirige hacia las fosas comunes. Ceferino lo sigue, musitando rezos para conjurar el espanto de la muerte que, por bocanadas, se llevó a su familia, vecinos y amigos, también para liberar el cuerpo de los estragos del confinamiento.
Caminando solo, de vuelta a casa, recuerda la alegría de vitrales de su calle del tiempo que fue; la época de ahora, la esperará vestido del espeso silencio de la soledad: ¡No lo puede evitar! ¡Solo él sobrevivió! y el período que vendrá, lo enfrentará sin miedo y sin olvido.
FIN
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