Una calle, un tropiezo, y una cuarentena de amor.

Una calle, un tropiezo, y una cuarentena de amor.

Esa tarde al llegar de la oficina Pilar vio un apuesto señor saliendo del edificio del frente, vestido de jeans azules y chomba blanca; su piel estaba bronceada, lo que resaltaba sus ojos negros; su cabello entrecano y su figura alta y delgada, de anchos hombros, lo hacían sumamente atractivo. Lo miró y sus ojos verdes no pudieron resistir ese magnetismo, al punto tal de tropezar con una baldosa floja y caer al piso torpemente al engancharse el tacón de sus sandalias.

—Permíteme ayudarte por favor, se ve inflamado tu tobillo. La joven ruborizada, no sabía que decir. Se sentía una verdadera tonta. En eso se cruzó Flor, su vecina:

—¿Pili qué te pasó? ¿Ya conoces a mi padre? y mirando al hombre le dijo: —Ella es Pili, mi vecina de la que tanto te hablé.

—Un gusto conocerte, soy Ignacio. Te ayudaré a subir. Flor trae sus cosas. —y sin más preámbulo la alzó firmemente. Al llegar Flor abrió y su padre depositó a la muchacha en el sillón. Buscó hielo y allí se quedó cuidándola un rato mientras la inflamación iba cediendo. Masajeó el pie y el tobillo y vio que no había ninguna lesión de importancia. Le indicó reposo, hielo y antiinflamatorios.

Nacho era médico clínico y vino a Córdoba debido a que su hija había terminado una relación de casi tres años. La escuchó tan deprimida, que no dudó en volar junto a su princesa, ya que él vivía en Palermo (Buenos Aires).

Al otro día comenzaba la cuarentena obligatoria. Ignacio llamó a Pilar para saber cómo se sentía, y le pidió permiso para verla, ya que sólo era cuestión de cruzar la calle. Y allá fue. Como hacía mucho calor, la chica estaba cómodamente en short y musculosa, recostada en el sillón con el pie encima de un almohadón.

—Muy bien, va mejorando notablemente. NO dejes de ponerle hielo, —dijo con esa voz grave con la que había soñado toda la noche. El médico masajeó el pie, y la miró. Era hermosa. Su tez blanca, su pelo largo muy rubio, y tan menuda, que parecía una adolescente. Pero tenía treinta y nueve años, diez más que su hija. Después de tantos años volvía a sentir cosquillas en todo su cuerpo.

Se fue pensando en ella, y por la noche volvió con la excusa del pie. Ella estaba viendo televisión y un poco preocupada por la cuarentena. El la tranquilizó diciendo que sólo sería por quince días. De golpe una ambulancia sonó afuera. Ruido, corridas en el Boulevard Chacabuco al 820;  llegó la policía. Había un señor enfermo de covid en el edificio de Pilar. Se decidió cerrar el lugar con la gente adentro: todos quedaría en cuarentena. Protocolo y más protocolos.

Ignacio y Pilar se miraron sin entender todo lo que seguía. Enseguida llamó Flor. —Papi, sonaste, no podés salir. Acá estoy peleando con el guardia, pero lo única que acepta es que te deje un bolso de ropa. Ya te cruzo la valija con tus cosas. Vas a tener que quedarte ahí por quince días. Yo les alcanzaré comida y lo que necesiten. Suerte.

Pilar pensaba: «¿A dónde dormiría?». Sólo tenía un cuarto con una cama de dos plazas, el sillón era estrecho, no tenía colchón extra. Y era el padre de su amiga. Su cabeza viajaba a gran velocidad pensando posibilidades cuando él le dijo que acababa de preparar una pequeña cena. Se lo veía feliz en la diminuta  cocina.

Luego se paró delante de ella con la valija como esperando que le dijeran qué hacer. La mujer le dijo que la siguiera. —Compartiremos mi habitación, te dejaré un lugar del placard. El la miró sonriente, y con cuidado desempacó las escasas pertenencias.

—Yo duermo del lado derecho, dijo ella enfundada en un conjunto de pijama corto. Buenas noches. Y sin más apagó la luz de su velador. Él se puso un pantalón bermudas  y se dispuso a leer un poco como era su costumbre. La tensión era enorme, ella recordaba la última vez que había compartido su lecho con Pedro, ¿Cuántos años hacía ya? Pero él la dejó. Le partió el corazón. NO quería sufrir más. Sola estaba mejor. Y aquél seductor cincuentón sin ninguna invitación estaba en su cama, en sus sábanas.

Nacho no podía leer ni una línea. Su cuerpo estaba tenso mirando las piernas perfectas y blancas, la transparencia de esa tela, y optó por apagar su velador y darse vuelta. El sol los despertó muy juntos, ella muy apoyada en su hombro. La vergüenza la inundó y saltó de la cama enredándose con la sábana, él la tomó en sus brazos y la miró muy profundamente. Ella hizo lo mismo, y sin decir nada, lo abrazó y se besaron tímidamente al principio y más apasionadamente después. Seguían entre las sábanas azules, casi sin soltarse, los besos eran más intensos y los miedos se derribaban. Hicieron el amor sin prisa, con todo el tiempo del mundo. Recordaron las caricias olvidadas y se sintieron vivos en un mundo en el que inundaba la muerte.

Se durmieron abrazados, sintiendo mucha excitación por tanta intimidad compartida, los despertó el teléfono. Era Flor. Luego se levantaron a comer. Ella preparó la bañera con esencia de rosas, y se dieron el baño más delicioso que habían tenido en muchos años. Velas aromáticas, música suave y romántica. Si iban a pasar esos días juntos, que valiera la pena.

Pero Cupido hizo de las suyas y se enamoraron; tal vez el vivir una situación tan extrema los hizo disfrutar cada segundo. La cuarentena se extendió por meses, en dónde ellos aprovecharon cada instante. Tanto que cuando ella le dio la noticia, lloraron de felicidad. Otra vez la vida vencía a la muerte, otra vida, una vida nueva. El ya no pensaba irse solo, irían los tres o se quedaría con su nueva familia. Y Flor.

Y abrazados, él apegado a la panza de su mujer, sintió que esta vez sería un varón. —

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