Me quedé atontado mirando el cartel de prohibido fumar que había en la entrada del cine mientras pensaba en la última vez que había salido con Bárbara. Aquella vez se había apostado cinco pavos a que sería capaz de beberse quince culos de ginebra seguidos. Cuando la dejé en casa su padre la encontró discutiendo con un contenedor de vidrio mientras se meaba encima. La castigaron todo un mes sin salir y llamaron al párroco Manuel para que fuera a su casa dos veces por semana.
—¿Y qué coño te decía? —dije mientras me encendía un cigarrillo.
—Me hablaba del infierno y de todas esas cosas que le pasan a la gente mala —me decía Bárbara riéndose y chupando un regaliz de palo rancio.
—¿Solo a la gente mala? —di una calada al cigarro y lo tiré en el bolso de la señora que estaba delante de nosotros. Al poco rato su bolso parecía una puta chimenea.
Íbamos a ver Pesadilla en Elm Street porque a Bárbara le gustaban las películas de miedo. A mí me parecían un rollo, así que pagué las entradas y pensé en el tiempo que tardaría en chupármela. El suelo de los cines estaba pegajoso y había latas de Kas y bolsas vacías de Gubblins y Triskys por todas partes. Como no había mucha gente vimos rápido un par de butacas centradas y nos sentamos. Mi respaldo estaba manchado de un líquido amarillento y el asiento de Bárbara tenía chicles y mocos secos pegados. Me giré hacia ella y me miró como si fuera el único chico al que se estaba tirando. Los Ábaco estaban dentro de un centro comercial, y eran los únicos cines de nuestro barrio, así que nos acoplamos y esperamos a que empezara la película.
Un tipo con gafas y su hijo se sentaron delante de nosotros. El hombre era bastante alto y no me dejaba ver bien la pantalla. Miré dentro de mi bolsillo y encontré un par de éxtasis de la noche anterior. Me tragué uno y esperé a que me hiciese efecto.
Mi primo y yo compramos esa mierda al dependiente de la Repsol que había en la calle Soto. Nos pasamos la noche conduciendo su Renault-11 alrededor del barrio mientras nos atiborrábamos de batidos de fresa y caramelos de menta. De vez en cuando parábamos a recoger los gatos atropellados de la calzada y nos preguntábamos cuántos cabrían en el maletero mientras mirábamos las estrellas.
La película era un puto bodrio así que cogí aire y me tomé la otra pastilla. A los diez minutos empecé a sudar como un cerdo. El corazón estaba a punto de estallarme y los gritos de la película se clavaban como alfileres en mi cerebro. Me encendí un cigarrillo y el tipo grande con gafas se dio la vuelta mosqueado. Hizo una mueca desagradable y siguió viendo la película. Bárbara me miró preocupada y me agarró la mano.
—¿Estás bien?
—Cómo coño quieres que esté bien si no puedo ver la película
—¿Quieres que te cambie el sitio?
—Lo que quiero es que este saco de mierda se aparte.
El hombre escuchó lo que decía y se giró de nuevo.
—¿Ocurre algo amigo?
—Yo no soy tu jodido amigo.
Bárbara me apretó la mano y el hombre se levantó de su butaca despacio. Tenía la cabeza fundida a los hombros y unos brazos enormes estampados de tatuajes cutres. Se inclinó hacia mí y pegó su cara gorda a la mía.
—Deje de usar ese lenguaje delante de mi hijo.
Desvié la mirada hacia el crío. Estaba ahí pasmado sin enterarse de nada. El hombre seguía mirándome de cerca y pude ver en su nariz unos enormes granos blancos de pus. Yo era duro como una barra de hierro, pero el tipo era aún más grande de lo que parecía así que intenté no cagarla demasiado.
—Está bien, joder —dije pegando mi espalda a la butaca—. Tampoco hace falta ponerse así.
El hombre volvió a girarse para ver la película y pasó cariñosamente su brazo por encima del niño. Antes de que pudiera sentarse me levanté y le asesté un puñetazo en la nuca. El hombre cayó como un saco de patatas sobre los respaldos de la siguiente fila. Salté hacia él y hundí mis puños en su cabeza unas cuantas veces hasta que sonó a roto. Un líquido rojo blanquecino comenzó a caer desde su oído. El niño gimoteaba a su lado pidiendo ayuda y la gente se levantó para ver lo que pasaba. Vi a Bárbara asustada tapándose la boca. Le dije que teníamos que irnos, pero ella no reaccionaba. El hombre de gafas no se movía y la gente de al lado empezó a pedir una ambulancia. Dejé a Bárbara allí y corrí hacia los aparcamientos para coger el coche. Me largué a toda pastilla viendo cómo las ambulancias pasaban a mi lado por las calles desiertas del barrio. Pisé a fondo y el sonido de sus sirenas se fue apagando a medida que me alejaba.
A mitad de camino hacia casa encendí la radio e hice girar el dial hasta encontrar las noticias. Escuché que un tipo había muerto de camino al hospital por culpa de una pelea. Aparqué mi coche al lado del río y encendí un cigarrillo. Me puse a mirar las nubes mientras pensaba en aquel grandullón y en los gritos de su hijo. Cuando bajé la vista vi un cartel oxidado de prohibido fumar tirado a un lado del cauce. Me acerqué al puente y tiré el cigarro lo más lejos que pude. Me quedé mirando cómo se lo llevaba la corriente, atontado, mientras pensaba en todas esas cosas que le pasan a la gente mala.
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