-¡Amigos escritores! ¿Cómo se llama el pájaro negro que visita todos los días mi jardín? Tiene el pico amarillo.
– Se trata de un mirlo macho – dicen – y no demos más vueltas a la nomenclatura. Queda para los expertos el saber si es joven o viejo, hembra o macho, si está en celo o procreando.
Primero se posa junto a la camelia roja que ha conseguido sobrevivir al coronavirus. Saluda, doblegando su cabeza con elegancia, y hace recuento del resto de las flores que han ido perdiendo sus pétalos y alfombrando de sangre la terraza. Levanta el pico hacia al cielo tenebroso y emite la señal. En las altas esferas reciben las emisiones de todos los mirlos que han ido enviando en comisión y anotan los datos oficiales.
Pero no acaba aquí su trabajo diario. Sobrevuela a continuación el jardín y, saludando a los miles de palomas que han invadido los pinos, viene a hacer equilibrios sobre el poste más alto de la cerca que limita el frontón. Observa fijamente el tránsito en la M30. Su cabeza empieza a emitir destellos y un sonido de calculadora se expande en el aire. Delimita el intervalo, levanta una estadística y sale despedido a comunicar los datos a la central. Finalmente, he comprendido las noticias diarias del gobierno.
Desde hace unos días no sé si mi mirlo se ha muerto de impotencia porque no dan crédito a los datos que aporta o si se ha quedado ciego sumando desastres y le han despedido. El caso es que no le veo y la mente duda entre mi desidia al no limpiar los cristales de la ventana o la realidad.
Los nidos de oruga, que me tenían preocupada, depositaron en el jardín su fila de procesionaria que recordaron a mis pies heridas antiguas. Pero fueron enterrándose en la tierra y estoy esperando ver cómo son las mariposas que aparecen este año para poder hacerme una idea de nuestra próxima salida. Resulta igual de inconsistente.
Es un día triste, gris, cubierto de una sola nube negra librando batalla con el sol. Cada poco tiempo, un cordón azulado, una ráfaga violenta la atraviesa lanzando destellos que van a estrellarse contra los picos de la sierra. Y al rato compruebo que la lluvia cae más triste. No encuentra paraguas transparentes a través de los cuales se regodeaba observando las caras de hastío de los transeúntes. Ahora no les puede ver la boca y ha decidido ponerse en cuarentena.
No sé si podrá ser útil pero ya conozco perfectamente el número de piñas que cuelgan del pino que ocupa el marco de mi ventana. Me acompaña desde la niñez. He pasado la infancia entre sus agujas, sentada en la última horquilla que estaba a mi alcance. Le olvidé en la juventud, mientras él seguía creciendo. Por eso, llevo días y días intentando que se convenza de no entrar. Golpea mi ventana al envite del aire, unos veces mimoso, otras irascible. Ayer ha lanzado uno de sus frutos contra el cristal y, como no le abría, ha colocado otro en el alfeizar. Esta mañana he tenido que cortar siete ramas. No deja dormir al resto de los vecinos.
El olor del pan tostado y el café me reconforta pero el soliloquio del hombre del tiempo me vuelve loca.¡ qué me importa a mí si hace frío o calor, si llueve o sale el sol!
Pienso que cada día veo nuevas arrugas en mi cara que no han vivido y, hoy, he gemido al abrir el armario para coger unos calcetines y ver las perchas con faldas, blusas, pantalones y chaquetas.
El trabajo que siempre tengo pendiente se está acabando y ya no quiero tener más domingos. Sueño con los lunes, aunque no sean al sol.
Esta mañana, aún en la cama, he oído un llanto desesperado. He pensado que mi vecino de abajo, un niño con down de 14 años querría bajar a la calle. Ayer por la tarde el portero, presionado por el presidente de la comunidad, un divorciado carpetovetónico de cara avinagrada, le mandó de vuelta a casa cuando jugaba, solo, tirando pelotas a la canasta de baloncesto instalada en la zona de juegos, totalmente aislada y al aire libre, de la urbanización. Lo presencié desde mi ventana y sentí un sabor ácido en la garganta.
Me he levantado, conteniendo la respiración, eliminando cualquier sonido añadido, y he intentado localizar el origen de la desdicha. En ese momento, el vecino ha soltado una carcajada que se ha confundido con el llanto. Él no era.
Una luz roja se ha encendido en mi cabeza. ¡entonces era mi nieto, vecino de descansillo y al que solo veo por skype! Ya sin ningún sigilo, me he aproximado al salón. La pared colindante está forrada de estanterías llenas de libros que amortiguan los ruidos pero, aún así, he creído que este quejido sería audible. No era él. El llanto, en esta habitación, se alejaba.
He vuelto sobre mis pasos, expectante. Al abrir la puerta del baño he localizado al causante de semejante alboroto: mis deportivas rojas con rayas negras y suelo de amortiguación, que miman mis pies desde hace años, lloraban con desconsuelo. El sonido se escapaba a través del pequeño agujero que presentan en la puntera y que me han ido fabricando con amor para que mi dedo martillo no sufra. Las he acunado en mi regazo hasta que he conseguido que, entre hipidos, aplacaran su desconsuelo. Intentando explicarles la lejanía del asfalto, me las he calzado y he comenzado a circular por el pasillo, rodeando mesas y muebles: cincuenta pasos ida, cincuenta pasos vuelta, doscientas veces. Cuando he finalizado, al descalzarme, las dos lengüetas me han sonreído.
Poco después me he aupado sobre mis botas de tacón, me he colgado del hombro, en bandolera sobre el chándal que voy a tirar a la basura en cualquier momento, el bolso de salir a andar y he comenzado otra caminata por el salón.
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