Un mes antes de cumplir los diecinueve años tuve mi primer encuentro sexual con lo que a mí entonces me pareció un hombre, comparado con el novio del instituto con el que había compartido mis experiencias previas. Nos citamos en un viejo pub de la ciudad que llevaba cerrado desde marzo por las medidas anti COVID. El local hacía esquina en el último número de la acera derecha de una falsa calle. No dejaba de ser un acceso los portales de los edificios de los años 60 que continuaban la calle Velázquez, pero tomaba, sin embargo, el nombre de la Avenida con la que hacía intersección. Después de arreglarme en exceso para una tarde de julio de calles desiertas, deshice todo el arsenal y me coloqué una falda fresca de pequeñas flores y una blusa blanca de tirantes, sencilla. Sandalias, bolso informal y unos grandes y llamativos pendientes completaban el atuendo que al fin y al cabo cualquier mascarilla acababa deconstruyendo.
Andar por esa zona de la ciudad a media tarde un julio cualquiera no distaba de lo que llamaban nueva normalidad. Los edificios, habitualmente atestados de estudiantes estaban vacíos. Las persianas de las ventanas y balcones, cerradas completamente, apenas eran distinguibles del gris persistente que cubría toda la calle como una secreción que parecía emanar de cada losa de la acera, de las fachadas, de los portones metálicos de los bares y comercios, de la ropa tendida en tendederos voladeros y de la propia respiración de los pocos habitantes permanentes de la calle que tomaban café perezosamente en las terrazas. aún más grises, de los pocos bares que había podido permanecer abiertos.
Aquella era una calle de noche, en la que los contenedores de basura servían de posavasos y el capot de un coche de lecho fugaz. Y la noche que todo lo dispensa ejercía de repelente durante el día. No se paseaba por esa calle, ni se permanecía en ella. Se atravesaba por necesidad, rápido y casi con vergüenza, por si se producía algún encuentro a plena luz del día con alguien que nos hubiera visto danzar el caos y tuviéramos que entablar una imposible conversación cordial subyugados por una luz que no conseguía blanquear la sordidez del pasaje.
Banderas de España raídas en los balcones y una siembra de arcoíris indefinidos pegados en algunas ventanas de las que goteaban los aires acondicionados, marcaban la anomalía del tiempo extraño que vivíamos y la ubicación de los disidentes al éxodo de aquella calle, que comenzó décadas atrás, y que transformó los geranios de los balcones en carteles de “se alquila”.
Algunos de los locales nocturnos habían cambiado varias veces de dueño y de nombre pero la mayoría conservaban el letrero de su primera denominación, con letras ausentes, repintadas hasta el relieve o con el neón posterior fundido. No era fácil hacer una llegada digna flanqueada por los edificios con los ojos vacíos, sobre una alfombra de hollín y colillas. Hubiera necesitado algo de público para erguir los hombros y levantar la mirada tras las gafas de sol, para, como decía mi prima de Madrid, pisar haciendo ruido. Pero doblé el callejón como alguien que busca un anillo perdido.
La persiana del pub estaba a medio abrir, como me había indicado. La puerta de un portal se cerró de golpe rompiendo el monótono tránsito de las motos de reparto a mi espalda, que se habían convertido en el latido de la ciudad durante la pandemia. Alguien acababa de entrar al edificio colindante. Era algo que no tenía que ver conmigo pero mi cuerpo reaccionó con una alerta desmedida, perdiendo la poca compostura que me quedaba.
Accedí al local y me encontré al amigo del amigo de mi amiga detrás de la barra, el único que pude conseguir con PCR negativa y dispuesto. Ya se había servido algo y no hizo ademán de salir de donde se encontraba. Me pidió, o más bien me ordenó, que acabara de bajar la persiana del local, y yo lo hice arrastrando mi bolso y el filo de mi falda de pequeñas flores por el suelo. El encargado, o dueño, o camarero, o amigo de alguien que lo era, se limitó a señalar que tenía que irse pronto por el toque de queda, que no se qué sobre que era de un pueblo. Dijo poco más, realizó la prestación con solvencia y nos vestimos. Cuando abandonamos el local no había pasado el tiempo en el exterior, la misma luz perturbadora que moría en cualquier superficie y el mismo vacío. Un “ya nos veremos” y un “parecía que tenías mejor cuerpo vestida” me escupieron al camino de vuelta a mi casa.
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