Silencio. Dos de la tarde. Puedo escuchar el eco de la puerta que se cierra tras de mí. Camino despacio, sin prisa. Miro el horizonte. A un lado, aquella línea de edificios que marcan el límite con el cielo. Un cielo azul, limpio, libre de estelas de aviones. Edificios sellados; me imagino las miradas de aquellos, que desde su interior anhelan una libertad inconsciente. Al otro lado, las montañas, silenciosas, como siempre.
Ya veo la puerta a lo lejos, enlentezco los pasos, intento impregnarme del aire fresco, de las flores que se abren y nadie ve, de los pájaros que cantan ¿Ajenos a todo? Cruzo el umbral. Caos. Calor. Capas de ropa. Y miradas. Miradas que lo significan todo. Mirada de aquellos compañeros que ven la luz al dar el relevo. O no.
– ¿Diez horas trabajadas? ¿Tuviste pesadillas anoche? ¿Qué tal tu abuelo enfermo? ¿Qué tal el paciente de la 305? ¿Siguen sin clases tus hijos? ¿Cuántos pacientes tenemos hoy? ¿Quedan mascarillas?
– Diecisiete. Si. No sabemos nada de él. Falleció anoche. Aun no tienen clases ni se si empezarán. Tenemos cuarenta. Quedan dos o tres, en la caja fuerte, ten.
Y así, rápido. Porque no hay otra forma de hacerlo. Preguntamos, cuidamos, tomamos decisiones. Y asumimos muertes que, lejos de borrar, aparcas una a una en algún cajón de tu mente para, más tarde, si el cansancio no puede contigo, puedas analizarlas de la mano del insomnio. Y la pregunta final:
– ¿Cómo estás?
Y nos miramos, y veo el brillo en sus ojos. Y envío un abrazo silencioso a través de la mirada. Dos segundos de tregua, y empiezo a memorizar el nombre de los cuarenta, de sus antecedentes, de su situación, de su medicación, de sus familias y ya no freno, no paro, a veces pienso que no se si estoy pensando.
Y piso la calle diecisiete horas después. Y ese silencio es paz. Y aun sabiendo que detrás de esa paz está el sufrimiento encerrado entre los muros, me siento afortunada de sentir de nuevo el aire. De caminar, de que mi mente flote, porque ya no es capaz de nada más. Y sé, sé que el vacío de esas calles es incertidumbre, miedo, tristeza, freno. Más tiempo para algunos, menos para otros. Y veo el amanecer, y respiro, y compruebo que mis pulmones respiran. Y miro el móvil, y compruebo que mis familiares también.
Llego a casa, se acaba de despertar.
– ¿Buenos días? ¿Buenas noches? ¿Qué hora es? ¿Qué día es hoy?
Y nos reímos.
Y antes de dormir pienso en lo que la calle es para ella, que no sale, que (a diferencia de mí) ha frenado en seco, sin previo aviso. La calle es el recreo que todos deseamos tras un día duro de colegio. Y veo como la mira de reojo cuando hace la colada, como observa cada detalle cuando abre la ventana por la mañana, como se aferra a esos rayos de sol primaverales que inciden en el sofá durante un tiempo bien calculado y cronometrado. Para ella, la calle también es paz, es normalidad. Es vida.
Y así, una semana, y dos, y tres… Y silencio en las calles. Y ruido en las televisiones. Y esperanza en las personas.
Y pasan tres meses.
Jersey de lana, terraza, mascarilla. La cerveza permanece fría en la mesa mientras hablamos y reímos. Diría que bailamos, pero no; bailar no bailamos. Pasear se ha revalorado en la bolsa de valores. Salir, quedar, reír, sonreír.
– ¡¿Pero cómo vamos a saber si estamos sonriendo si solo se nos ven los ojos?!
Rebusco en la riñonera mientras me mira con intriga. Saco una servilleta arrugada entre los tickets de la cartera. Me aclaro la garganta con un sorbo de cerveza que sabe a aquellas montañas de los días oscuros.
– Escucha. Esto lo escribí hace tres meses.
Y mientras ella me mira, yo leo. Y soy feliz de estar ahí.
“Hoy ha caído un libro en mis manos… Decía así: «el mundo se mueve por emociones», sensaciones… Me gustaría recalcar la sensación que refleja una sonrisa… cuando la recibes, cuando la regalas. Cuando aún con mascarilla, casco, EPI… sonríes. Y el paciente, y tus compañeros, y la familia de aquellos que sufren, que también sufren, lo saben.
Me gusta pensar que las sonrisas arreglan un poquito el mundo desordenado. Que acompañan a aquellos que se van, a aquellos que se sienten solos, que tienen miedo, a aquellos que hace mucho que no sonríen, a aquellos que no sonreían antes de la tormenta.
Y las sonrisas también se contagian, y liberan las tensiones… cuando las horas pasan, cuando parece que no hay soluciones. Las sonrisas se comparten.
Me gusta pensar que cuando sonreímos rompemos un poquito los muros entre nosotros mismos y con nosotros mismos.
Me gusta llegar a casa habiendo recibido sonrisas, habiendo creado sonrisas y habiendo roto sonrisas en carcajadas, en lágrimas… Habiéndome deconstruido y construido un poco en sonrisas.
Creo que el mundo necesita sonreír más y quejarse menos. Creo que las sonrisas son propuestas, soluciones, descanso. Por si no había quedado claro, creo firmemente en las sonrisas.
Creo en aquellas personas que promueven la sencillez y complejidad de las sonrisas. Creo en aquellas personas que sonríen porque se sienten bien. Creo en aquellas personas que sonríen para sentirse bien.
Creo que si sonríes y buscas soluciones la cuarentena es un poco más fácil. Convivir es un poco más fácil. Ganas en vida. Ganas en momentos. Ganas en sonrisas.
Contagia sonrisas en tiempos de contagios”.
– La calle es sonrisa.
Y ella, mi amiga, que también ha perdido seres queridos, sonríe.
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