«Mírame, por eso es que aquí sigo,
llenamos el vaso que antes tú tenías vacío.”
Tabú, Poesía de vida
Nuestra casita de madera pintada de verde menta y con piso de tierra, está al final de un callejón sin nombre ni numeración, tan estrecho que en él no cabe un carro y al que solo llegan los que nos conocen o los que nos buscan. Mirando al mar y a la sombra de palmeras y almendros vivimos muy en paz, mi tata y yo. Todas las mañanas, apenas despunta el alba, sacamos la panga y salimos a pescar: loros y corvinas, dorados y pargos. Si nos va bien, apartamos unas piezas para nosotros antes de vender el resto a los gringos. Tuvimos que aprender a decir los nombres de los pescados y los precios en inglés: «red snapper, sir, very cheap!» – En Tama ya no se habla español-, se lamentaba mi abuela. Mi tata y yo, y Doña Mayra con sus seis hijos, que viven a la par, somos los únicos de los “originales” que quedamos en el pueblo. Poco a poco se fueron todos, desplazados por una avalancha de progreso que hizo la vida demasiado cara para seguir aquí. Nosotros tuvimos suerte: somos dueños de nuestro lotecito y nos resistimos a vender. La abuela decía que vender la tierra de uno es como venderse a uno mismo y, además, que alguien “de los nuestros” tiene que quedarse a cuidar las raíces… ¡Ay, las raíces! La abuelita se nos fue sin entender que ya nuestras raíces no están solas. De los hippies que llegaron desde California y Texas en los 80 hay dos generaciones de descendientes que nacieron y se criaron aquí, que hablan pachuco en la calle y en casa inglés, que van al colegio americano por las mañanas y por las tardes surfean en Pico, en Grande, en Negra, con nosotros, los hijos de los pescadores y de las aseadoras. También ya son nativos los descendientes de italianos, alemanes, franceses y argentinos que no reclaman otra patria que esta, que probaron suerte en las tierras de sus padres para regresarse al rato, enfermos de soledad, al Tamarindo que los arrulla.
Hasta hace unos meses, a nuestra casita escondida en tierra de nadie solía llegar el bullicio del Tamarindo nocturno: el retumbar de la música electrónica, las risas y gritos, los pitos de los carros abriéndose paso entre vendedores ambulantes y turistas. Ese Tamarindo que una vez fue caserío de pescadores artesanales, en donde en la playa solo había troncos para sentarse, es ahora «el centro turístico del país», vibrante y ambicioso. Lo atraviesa la Calle Central, repleta de restaurantes y bares, de hoteles y hostales, de tiendas de souvenirs y tiendas de surf, de supermercados y bancos, de oficinas y agencias. Antes de que decretaran el confinamiento, esta única arteria transitable estaba atiborrada de vehículos que empujaban su marcha por un hervidero multicolor, colapsando en temporada cuando la horda de visitantes sobrepasa su capacidad. En la playa, que bordea el margen derecho de la avenida, desde el estero hasta Nogui’s, se veía gente, y más gente, tomando sol, paseando, jugando vóley. En el mar: cardúmenes de surfos y de botes. Desde que Tamarindo “se apagó», la calle quedó desolada… una arteria sin sangre. A la playa ahora solo se puede entrar unas horas por la mañana y por primera vez, después de muchos años, la arena está blanca y brillante, las olas rompen libres y los botes anclados en la bahía se mecen adormecidos. Con mi tata nos ponemos a escuchar en la noche y nos sonreímos…el pueblo respira y duerme. Mientras, seguimos pescando, para nosotros y para los gringos que ahora agradecen que les llevemos el pescado a la puerta. Nos da para pagar la luz y la compra de la semana, hasta para el guaro del tata y el par de cervecitas para mi… ¡la vida es buena!
Con mis compas somos burbuja, una familia de enmascarados que se mueve al ritmo de nuestro pueblo, tirando versos que nacen de nuestras vivencias y de nuestros sueños…. ¡puro rap, dog!
Mi tata no entiende nuestra música, pero le gusta. Dice que cuando nos oye le late fuerte el corazón, como si los versos y el beat le golpearan “aquí dentro”. Así es que, por la mañana pesco – en silencio, para no espantar la presa – mientras que en mi cabeza van brotando las rimas que por las tardes comparto con mis compas, el THC Flow, Nivek, Tabú… Envueltos en el velo mágico de la hierba de los Dioses, somos solo sonido y verbo, solo ritmo y palabra.
En el gremio me conocen como Parguito en Ocho, porque voy a las batallas y ataco con ocho versos tajantes y precisos que dejan a mi adversario fuera de combate. Siempre en combo, vamos a la guerra de la poesía urbana, dejando a Tamarindo en alto, al nuevo Tamarindo, que no solo pesca en el agua, sino también en el corazón.
Después de que el sol enciende el mar en mil colores, caminamos por el pueblo, recorremos el bulevar, pasamos por el skate park y llegamos hasta el enorme grafiti frente a Sharky’s, donde hacemos parada para soltarnos un buen free… Ahí mismo realizamos, al unísono, que estamos en el mejor lugar del planeta. Tiramos nuestros versos sin barreras, el vivo reflejo de nuestra fusión de culturas. Un Tamarindo con raíces de todas las Américas y de Europa, abrigadas en el regazo de la gran madre chorotega… Y nosotros: pescadores de versos, hijos del mundo.
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