Tanto tiempo sin circundar aquel barrio, y era evidente que los años no le habían lavado la cara.
Tenía demasiado carácter como para cambiar sus fachadas de ladrillo desnudo a pesar del frío o del calor; sobrevivían la panadería de Paulino, la farmacia y su puerta de barrotes blancos, el colegio del lado opuesto al cementerio, donde tuve mi primer encuentro cara a cara con él. Llevaba un rato siguiéndole.
Mi curiosidad por aquel hombre andrajoso sobrepasó al miedo de haberme dispuesto a seguirle y averiguar dónde se dirigía. Aunque a simple vista aquel zarrapastroso no me diese buena impresión, algo me decía que debía ir tras él. Se encorvaba al dar cada paso, de aspecto frágil como mariposas de papel. Castigado por las inclemencias del tiempo, hastiado por el sonido agudo y chirriante de los sueños rotos, condenado como un niño, sin poder jugar y vivir para siempre de cara a la pared.
– ¿Por qué un parque infantil se construye en frente del cementerio del barrio? – me preguntó.
No contesté, debido a la incomodidad de sentarme en un espacio tan angosto y pestilente; el hedor me quemaba los pelillos de la nariz.
Su mirada limpia y vítrea fue la única sensación diáfana que pudo ofrecerme en ese rincón infecto.
– Te daré mi opinión, muchacho. Presiento que necesitas respuestas en tu camino y viniste buscando algo – dijo con voz ronca y faltándole el aliento –.
Su respuesta no se hizo esperar.
– Las ánimas van a jugar allí, cuando las calles susurran murmullos en silencio y éste peina el flequillo de quienes se deslizan por el tobogán o se columpian. Muchacho, te daré un consejo, porque te veo capacitado para escuchar y aprender: “puedes perder la voz y la palabra, caer en la desgracia y en el calamitoso oprobio, el mundo puede ser tu telón de acero, tu casa puede tornarse fría y de asfalto su suelo, pero tienes que buscarte por dentro, porque todavía habita en ti un niño necesitado por verte sonreír”.
Quedé perplejo, enmudecí. Pensaba hallar delirios de un “loco callejero”, y en su lugar, encontré lecciones de vida que ningún profesor o institución académica me hubiese enseñado. ¿Cómo era posible que aquel barbudo me hablara con tanto desdén y a la vez me mostrara una sabiduría tan cercana?
Aquel hombre guardaba un aspecto intimidatorio, pero era un maestro tranquilizador.
Cuando me acostumbré al olor desagradable y agrio de su “casa”, no me causó tanta repulsión como al principio.
¿Por qué me conocía mejor en veintinueve minutos que yo mismo en veintinueve años?
– ¿Quién es usted? – le pregunté frunciendo el ceño y un tanto nervioso –.
– ¿Quién soy? – repitió tosiendo –, ¿cómo me llamo? Debería ser yo quien te formulara tales preguntas, dado que me estabas siguiendo. ¿Quién eres y por qué me buscabas?
Se habían invertido las tornas y ahora él pretendía conocer algo sobre mí, comenzando por mi nombre, mas no me dejó comenzar la oración.
– Llevo viviendo en la calle veinte años, debajo del mismo tendedero y con el techo que me ofrece este saliente, y sólo recuerdo un nombre con tus ojos. Siendo yo, lo único que hago es sobrevivir en el tiempo pasando inadvertido. Tienes los ojos de tus abuelos…
Pronunció mi nombre antes de poder digerir sus palabras. Del sobresalto, si hubiera brincado de pavor, me hubiese hecho una brecha en la cocorota con el techo bajo.
Curiosidad y miedo cursaban el mismo significado en mi expresión ojiplática. Vine a buscar una historia que me sacara del atolladero en el que me acorralaba este bloqueo al escribir y, ¡vaya si la encontré!
– No me he presentado… ¿Cómo sabía mi nombre?
Me notó nervioso y agitado, como era de esperar, por lo que corrió a tranquilizarme y a explicarse.
– Es muy fácil. Cuando eres un componente más de la rutina de otras personas, te percatas muy rápido de los hábitos y costumbres que forman este círculo lleno de concentricidades que nos atrapa a todos. Llevo el tiempo por camino y fue este mismo el que volvió a traerme recuerdos de felicidad. Sé que habitaste esta casa y, sé que perdiste algo muy valioso, equiparable a un amigo.
Sus palabras articulaban una historia con vida propia, componían una bella oratoria proveniente de un hombre noble, un gran hombre. Era menester quitarse el sombrero ante él o por él, pues quebró los prejuicios que la sociedad nos inculca cuando miramos desde arriba los escalafones más bajos.
– Me quedé en la calle poco después de perder a mi hijo; soltó mi mano cruzando un paso de peatones y… ahí acabó todo. Por ello decidí vender todas mis pertenencias, incluso mi casa, deseando con todas mis fuerzas que el tiempo me borrara del modo más rápido e indoloro: seguir vivo era un dolor inhumano y apabullante. Por caprichos del destino o la casualidad, el oso de peluche favorito de un chico que vivió en el piso superior de mi “casa” era idéntico al que le regalé a mi hijo – suspiraba y sus rutilantes iris se posaron en mí, en las lágrimas que rodaban por mis mejillas y salpicaban mis manos al caer –.
– Se llamaba Angeloso – musité carcomido por mis prejuicios –.
– Este peluche me devolvió la vida que perdí – asintió tomando a Angeloso entre sus manos –. Aparentemente olvidado, lo tomé de las rejas de la ventana y me acompañó desde entonces.
De noche, bajo el plenilunio, me despidió deseándome buen viaje de regreso.
Recuerdo la cara de aquel hombre. No volví a ver a Angeloso, sin embargo, una parte de mí descansa tranquila desde ese día. Tarde o temprano, tomaré a Angeloso de la mano, como si no me hubiera ido de su lado nunca, porque sé que espera volver a ver sonreír a este niño.
Durante años culpé a mis padres de haberlo tirado a la basura cuando, lo cierto, fue que volvió a casa.
OPINIONES Y COMENTARIOS