Las orillas de la ciudad se fundían con los márgenes del arroyo. Las calles corrían rectas y al final se hacían de tierra y se perdían entre matorrales, alisos, curupíes, sauces llorones y ceibos. Justo ahí, donde dejaban de ser calles y pasaban a ser senderos, el espacio se abría al desorden y a la belleza. Alguien había elegido ese lugar para poner el altar y rendirle homenaje al Gauchito Gil. Velas y cintas pincelaban de rojo los verdes y grises de la fronda.
Cada mañana de esos interminables días de verano, antes que el sol despoblara las veredas y volcara a los perros a dormir echados a la sombra, el joven caminaba hasta la capillita roja, curioso por encontrar lo que la noche había dejado junto a la imagen: medallas, cuadernos, un zapatito de bebé, una copa de vino… Las ofrendas traducían el pedido y la promesa o registraban la respuesta agradecida que cumplía lo prometido.
El santuario estaba limpio, la tierra barrida, los bancos de troncos dispuestos de tal manera que cualquiera pudiera sentarse junto al santo para pedir o para agradecer. El muchacho se sentó ese día por primera vez y se demoró en mirar cada detalle de la estatua. Los ojos producían el efecto de seguirlo donde estuviera, al frente, a un lado y al otro. De entre los árboles que bordeaban el arroyo, un caballo se acercó manso pero alerta. Comió unos pastitos tiernos que habían crecido cerca del santo y se alejó lento, revoleando las crines de su cola. Un benteveo se posó sobre la rama del ceibo más cercana al altar y lanzó su llamado estridente.
Regresó a casa y se entretuvo buscando en internet todo lo referido al Gauchito Gil, las distintas versiones de su historia y de su muerte, el cumplimiento de su primer milagro con el hijo del que fuera su verdugo un ocho de enero… Aprendió que Antonio Gil amaba los bailes y las fiestas, era temible con el facón y seductor con las mujeres.
El joven sabía muy poco de los enfrentamientos entre autonomistas y colorados en Corrientes, algo de una guerra cruel, la de la Triple Alianza, pero bastante más de las palabras que podía sanar, herir, dañar o consagrar. Las imágenes que iba evocando lo sustraían del presente y lo internaban en el mito.
A la noche, soñó con la muerte esparcida por las bayonetas y los fusiles o al galope de lanzas y machetes. Amaneció inquieto. Caminó muy temprano hasta el altar del gauchito. Se sentó y tuvo la impresión de que no había mirado bien el día anterior. La estatua era más alta de lo que recordaba. Muchas velas rojas se habían agregado y una de ellas ardía todavía. Encontró entre las ofrendas distribuidas al pie de la estatua su propio teléfono celular que creía haber perdido. Cuando lo tomó y sintió la vibración, se alegró al descubrir que todavía tenía cargada la batería. Varias llamadas le recordaron la reunión que por zoom mantendría esa tarde.
El caballo, el mismo del día anterior, se acercó sacudiendo una trenza de crines y cintas rojas que alguien había armado sobre su cabeza. El animal se entretuvo arrancando de raíz los pastitos verdes y esperó paciente hasta que el joven volvió a su casa.
La tormenta anunciada por el pronóstico para el día siguiente se desató temprano. Los truenos anticiparon la andanada de agua que se abatió sobre los seres y las cosas. No quería siquiera imaginar el bochorno del sol haciendo hervir la ciudad bañada cuando se detuviera la lluvia. Hoy no habría visita al gauchito, no durante el día por lo menos…
Cuando el día se cansó de encandilar, llegó el alivio de la noche.
La luna se recostaba sobre el poniente cuando oscureció. Brillaba intensa esa media luna e invitaba a salir del cemento y del asfalto que todavía retenían el calor. Llegar hasta la frontera de la ciudad era una invitación poderosa. Caminó descalzo eludiendo los restos de desperdicios que el torrente de agua había arrastrado.
Llegó indeciso hasta el final de la calle.
Un jinete, apenas iluminado por la luna, se acercó avanzando entre los matorrales. Pudo distinguir su vincha roja y sus ojos oscuros. Cuando estuvo a su lado, el hombre le tendió la mano, lo tomó con fuerza y lo alzó sobre el anca del caballo. “Vamos”, le dijo. Después enfiló hacia el arroyo. En un corto galope, ambos se perdieron en la oscuridad.
Cruzaron el arroyo y el caserío. Junto al último de los ranchos, en un corral de troncos, un tordillo caracoleaba inquieto tras escucharlos llegar. El gauchito descendió del caballo, le cedió las riendas y montó al tordillo. Salió del piquete y se lanzó al galope invitándolo a que lo siguiera. Cabalgaron todo lo que quedaba de la noche y él, que nunca antes había montado un caballo, que pasaba sus horas y sus días viendo la pantalla del computador, sintió que había nacido a la vida.
Antonio Gil lo guiaba. Recorrer los humedales, atravesar esteros, dormir a la intemperie, eludir la partida hasta el próximo ocho de enero. Juntos celebrarían la fiesta de San Baltasar, juntos mirarían a la muerte facón en mano.
Esa noche soñó que un pequeño ser, desconocido, incapaz de sobrevivir por sí mismo, había llegado a multiplicarse amenazando de muerte a cientos, a miles, a millones de seres humanos. Toda la civilización jaqueada. Toda la ciencia de la humanidad sin encontrar la forma de hacerle frente.
Cuando le contó su sueño, Antonio Gil lo miró y dijo: “La vida y la muerte son dos caras de una misma moneda.”
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