Con los ojos cerrados

Con los ojos cerrados

Paseo del Born, BCN

He de reconocer que durante el largo confinamiento, y viviendo solo, necesité incorporar alguna que otra rareza a mi vida para poder sobrevivir. Dejadme que os cuente.

Hace años que tengo una cinta de correr eléctrica, que por cierto, no había utilizado nunca hasta ese momento, y que empezó a tomar importancia en mi vida con la llegada del dichoso virus. Una tarde, no llevando demasiado bien lo de no poder salir a la calle, desempolvé el artilugio y lo coloqué en el centro del comedor, justo al lado de la tele. Pero no con la intención de correr, a esas alturas de la pandemia, no estaba yo muy seguro de que las articulaciones de mis rodillas siguieran estando articuladas, por lo que decidí ser prudente y comenzar caminando con tranquilidad.

Pronto me di cuenta de que era bastante aburrido, y anticipándome a la más que probable posibilidad de devolver la cinta a su lugar de origen, o sea el trastero, y de volver a colocarme la indumentaria apropiada para mis maratones seriales, decidí añadir algunas ideas.

Busqué en You tube «Ruidos de ciudad», y ante mí apareció un amplio abanico de sonidos ambientales de coches circulando, murmullo de gente e incluso pajaritos de fondo, muy parecidos a los que antes podía escuchar en los paseos por las calles de Barcelona. Así que dejé que sonaran en la televisión, mientras caminaba sobre la cinta. Cerré los ojos para ambientarme al máximo y me dejé llevar.

No tuve que esperar mucho para encontrarme con Alberto saliendo de la frutería. Apareció por el lugar donde se encuentra mi planta del dinero que, a día de hoy, todavía no ha cumplido con todas sus funciones, la de decorar si, pero… bueno, a lo que iba, Alberto deja las dos bolsas repletas de frutas y verduras, en el suelo para saludarme con un fuerte apretón de sus manos antiguas y sinceras, a las que la vejez arrebató hace tiempo sus dignos callos de labrador. Lo hace sonriendo como un niño mientras me cuenta que ha comprado higos para Vicenta, su compañera de vida «¡Le encantan!», me dice como el que ha comprado los diamantes más caros y bonitos del mundo. Con una de sus manos agarra fuerte mi brazo, como para que no me escape; pero yo no me quiero escapar; me gusta escucharlo. Con la otra rebusca por los bolsillos de su chaqueta, donde entre recetas del médico, algún caramelo y pañuelos, todavía de tela, aparece un papel algo arrugado que desdobla torpemente para mostrarme un poema que le ha escrito a su Vicenta. «A ella le da vergüenza», me dice, «Pero yo se lo leo igualmente, porque si no se lo leo ahora, de muerto pierde la gracia». 

Abro los ojos sin dejar de caminar. Mi gato me mira inmóvil y extrañado, como intentando desvelar el misterio de que su dueño se encuentre en la cima de la pirámide evolutiva. Los «ruidos de ciudad» han conquistado por completo mi comedor. Justo en una de sus esquinas desluce una guitarra a la que, en un día ya lejano, prometí que haríamos música juntos, pero que a este paso, es una promesa que estoy lejos de cumplir. Cierro los ojos. Justo ahí, a la altura del desamparado instrumento, me encuentro de camino a la panadería, con la señora Ignacia, que siempre me abraza cuando me ve, porque dice que le recuerdo a su hijo, el que viene muy poco a verla. Yo me dejo estrujar con cierta facilidad y felicidad, percibiendo que mi ilusorio cuerpo de imitación calma levemente el deseo de sus remotas carnes de madre, de abrazar al desprendido fruto de su vientre.

Desde el otro lado de la calle nos saluda Daniel, que es barrendero «Que vas a espachurrar al muchacho Ignacia, no ves que se está poniendo de color morao», nos dice con un humor inquebrantable y perpetuo, y a la anciana le entra la risa, y él continúa «No ves que se le están poniendo los ojos saltones», y la mujer aún se ríe más, y Daniel no sabe (quizá algún día se lo diga), lo que le agradezco yo que tenga esa bondadosa capacidad para, entre hojas de otoño y colillas, barrer también las pequeñas tristezas que se va encontrando.

Y así, caminando sobre mi cinta de correr, y los ojos cerrados, recorro las calles de mi bullicioso barrio, hasta que concluye el repertorio de los artificiales sonidos de la ciudad. Abro los ojos. En la televisión una esperanzadora noticia, dice que el próximo lunes podremos volver a salir a la calle siguiendo algunas normas. Recibo con agrado la noticia.

El anunciado y esperado lunes salgo a la calle. A lo lejos reconozco a Alberto, a pesar de la mascarilla que cubre la mayor parte de su rostro. Cuando me acerco a él me cuenta con lágrimas en los ojos que se le fue su Vicenta «Ni siquiera me dejaron despedirme de ella. Después de toda una vida» me dice mientras saca del bolsillo su trasnochado pañuelo de tela. Siento la impotencia de, ni siquiera poder abrazarlo. No le ayuda demasiado observar que yo también estoy llorando, y me dice resignado «Es lo que hay. Al fin y al cabo no creo que me quede tanto para verla otra vez».

Frente a la farmacia, Ignacia extiende su codo para saludarme. Sus abrazos quedan huérfanos, a la espera de tiempos mejores, mientras Daniel, entonando distraído el «Soy barrendero» del gran Cantinflas, pasa por nuestro lado sin reconocer nuestras medias caras, arrastrando su escoba por el monótono gris de las aceras. En silencio lamento la imposibilidad de mi cuerpo para llenar los tristes huecos que otros dejan en el aire.

Vuelvo a casa. Ramsés, mi gato, me mira con felina compasión al detectar mi tristeza. Midas, mi planta del dinero, concentra sus esfuerzos en disfrutar de una buena fotosíntesis, mientras yo, me subo a mi cinta eléctrica, y comienzo a caminar de nuevo… con los ojos cerrados.

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